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Lecturas Dominicales

El humo de la pólvora

Para el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, hay muchas obras que retratan estos temas; sin embargo, considera obras de arte a estas cuatro.

Para el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, hay muchas obras que retratan estos temas; sin embargo, considera obras de arte a estas cuatro.

Foto:Archivo particular

El escritor Sergio Ramírez eligió cuatro textos latinoamericanos que hablan de la guerra y la paz.

La guerra y la paz están presentes desde el principio en la narrativa de América Latina, porque desde el principio lo están en su realidad. Hay decenas de ejemplos de novelas notables sobre esta larga cadena de guerras, triunfos y derrotas, y a veces armisticios, pero elijo cuatro que son verdaderas obras de arte:

'Hijo de hombre',
de Augusto Roa Bastos (1960)

La guerra del Chaco, librada entre Paraguay y Bolivia, es el escenario hacia el que se dirigen todos los hilos de 'Hijo de hombre', una guerra de la que Roa Bastos sería testigo presencial, pues en 1933, cuando tenía dieciséis años, se escapó del colegio con otros cinco compañeros, decididos al combate. Viajaron ocultos en un barco que llevaba tropas desde Asunción hacia Puerto Casado, y al ser descubiertos se les impuso como castigo lavar letrinas y vigilar prisioneros bolivianos.
Las huellas de esta experiencia habrían de calar en la mente del adolescente que velaba sus armas de escritor. Se creía falsamente que el Chaco yacía en un lago de petróleo. Arturo Frondizi, que luego sería presidente de Argentina, diría en 1956: “En primera línea aparecen las repúblicas de Bolivia y Paraguay, pero detrás de ellas están: detrás de la primera, la Standard Oil of New Jersey; detrás de la segunda, los intereses económicos generales del capital anglo-argentino invertido en el Chaco y los intereses de la Royal Dutch-Shell”.
El ejército de Bolivia, de corte prusiano, era más numeroso; pero las tropas paraguayas consolidaron su dominio sobre el Chaco, y aún sobre parte del territorio boliviano. El tratado de paz se firmó en Buenos Aires en 1935, y lo que quedó para ambos países fue muerte, devastación y ruina, por unos campos petroleros que no existían. Uno de los veteranos, Hilarión Benítez, dice en 'Hijo de hombre': “¡Dejamos allá brazos y piernas! Sembramos los huesos de cincuenta mil muertos… ¿Para qué? ¡Los hombres bajo tierra no prenden!”.

'La muerte de Artemio Cruz',
de Carlos Fuentes (1962)

La revolución mexicana fue uno de los grandes hechos de la historia de América Latina, y la novela es contada por uno de sus protagonistas en su lecho de muerte, un largo monólogo que se mueve de las penurias de la guerra hacia la apoteosis del triunfador: del héroe al antihéroe que se encumbre en el poder a costas de los que quedaron en el camino.
Artemio Cruz explica la filosofía de los nuevos tiempos creados por la revolución. El pasado se acabó para siempre, sentencia desde el altar de sacrificios en la cumbre de la gran pirámide del poder financiero, porque todo poder reclama víctimas. Ahora tiene una responsabilidad de poder. Crear industrias, impulsar la economía del país. Crear una clase media, beneficiaria de las medidas de progreso. Inversiones de capital, dar legitimidad de la riqueza, no importa como fue amasada. Los perdedores abajo, los ganadores arriba.
Las leyes del capitalismo, ya tan antiguas, que son ahora la modernidad. Una nueva casta dominante hecha a base de negocios turbios. La revolución está enterrada. Es la vieja lección de Balzac que Fuentes no olvida: los Robespierre llegan a ser Napoleones. Y siempre habrá un arribista que salta desde detrás de las barricadas para terminar dueño de fábricas y viñedos.

Cien años de soledad,
de Gabriel García Márquez (1967)

Más allá de la retórica encendida, la conducta de los caudillos liberales durante las campañas militares viene a diferenciarse poco de la conducta de los gamonales conservadores en cuanto a la perversión en el ejercicio del mando, provecho personal del poder, infalible en corromper los ideales.
Es la eterna historia de Victor Huges de 'El siglo de las luces' de Carpentier, a quien le tocará, como agente del Directorio bajo Robespierre, abolir la esclavitud en Cayena y Guadalupe, para restablecerla luego sin parpadeos bajo el Consulado. Y para eso se vale de la guillotina que transporta a las islas del Caribe enfundada en la cubierta de un barco que reaparecerá en las páginas de Cien años de soledad.
José Arcadio Buendía empieza arando su patio y luego sigue por las tierras de los contornos, hasta acaparar toda lo que cubre su vista, sin que se escape el terreno del cementerio. Y su sobrino Arcadio, que ha sido dejado al mando de Macondo por el coronel Aureliano Buendía cuando se va a la guerra, abre una oficina de registro para legalizar el latrocinio. Otra historia eterna y común, la del despojo agrario. Y el poder que da la guerra, que nunca deja de ser arbitrario, no tiene mejor ejemplo que el círculo de tiza que el coronel Aureliano Buendía hace trazar a su alrededor. La lejanía, y el aislamiento. Nadie puede acercarse al poder impunemente.

La guerra del fin del mundo,
de Mario Vargas llosa (1981)

La guerra de Canudos, que tuvo lugar en el nordeste brasileño a finales del siglo diecinueve, contada primero por Euclides da Cunha en 'Los Sertones' (1902) y retomada casi ochenta años después por Vargas Llosa, se convierte en una gran parábola de lo que representan todas las guerras, que tienen siempre un sustrato primitivo, y tratan de defender, o de consolidar, un proyecto de poder, de cualquier naturaleza que este sea.
Todas las utopías se parecen en su calidad de espejismo, y por tanto en su imposibilidad de realizarse. Y la utopía del caudillo campesino Antonio Conselheiro es la de una sociedad basada en la justicia distributiva absoluta, pero animada por la fe religiosa, al extremo del fanatismo que lo convierte a él mismo, además de caudillo guerrero, en pontífice de su fe. Y sus creencias, y su figura mesiánica, son capaces de mover las armas miles de desarrapados que viven en el extremo mayor de la pobreza en una región olvidada, campesinos sin tierra, indígenas, esclavos libertos, para defender la utopía. Pero la realidad moderna que representa la república constituida, con su poderío militar, se enfrenta a la utopía primitiva y la derrota para restablecer así el gran proyecto nacional de orden y progreso, no importa que los alzados peleen hasta caer el último hombre.
 LECTURAS
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