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Lecturas Dominicales

¡El terror! ¡El terror!, literatura del desastre

El ataque a las Torres Gemelas, el 11 de septiembre del
2001, produjo una oleada de novelas sobre terrorismo.

El ataque a las Torres Gemelas, el 11 de septiembre del 2001, produjo una oleada de novelas sobre terrorismo.

Foto:AFP

¿Cómo ha influido el terrorismo en la literatura? El escritor Rodrigo Fresán hace un recorrido.

Daniela Vargas
De ponernos químico-físicos, el terror es ese elemento/materia que se genera en el terrorista y que sale disparado y disparando desde él para acabar fundiéndose con el aterrorizado. Y fundirlo. Como esa mano de alien saltando del huevo y agarrándose a la cara y metiendo un tubo hasta el fondo del pecho. Y ahí se queda y ahí crece hasta que el terror brota del aterrorizado y se pone a corretear por ahí y ya saben cómo sigue. La única diferencia es que aquí y ahora no hay implacable y eficaz teniente Ripley para resistir a los elementos extremistas llegados desde más allá de los confines del espacio. ¿Qué nos queda, entonces? Lo de siempre, lo mismo del principio de los tiempos: que nos lo cuenten como si fuese un cuento más de brujos que de hadas antes de irnos a dormir. 
Y tener dulces pesadillas.
LAS ÚLTIMAS palabras de Kurtz en El corazón de las tinieblas admitiendo una pequeña pero decisiva modificación, y así “¡El horror! ¡El horror!” mutando a “¡El terror! ¡El terror!”. Y no susurrándoselo al testigo Marlow, sino a todos nosotros. Porque ese es el problema: en la Gran Novela del Terrorismo, todos podemos figurar cuando menos lo pensemos y, seguro, cuando nunca lo deseamos.
Y la terrible injusticia: las víctimas que se acumulan –carne de cañón y cuerpos bombardeados– suelen ser extras y figurantes de personalidad fugaz, salvo para familia y seres queridos. Mientras que el no por fanatizado menos cerebral terrorista, en cambio, tiene el indiscutido protagónico y se acaba sabiendo –o queriendo iluminar– absolutamente todo sobre su oscuridad. Las víctimas, sí, no tienen tiempo ni para pensar qué pasó, mientras que el victimario piensa mucho en lo que él va a hacer que pase.
Así, el terrorista como personaje literario ya tiene una larga y considerada historia; y no es casual que su personalidad volátil haya atraído a grandes escritores. Nada más tentador que narrar al inenarrable. De ahí que la literatura suela estar siempre atenta al atentado y, mirando atrás, pueden mencionarse algunos grandes y explosivos hitos.
Y el –nunca mejor dicho– boom del terrorismo narrativo detonó hace tiempo, pero se sigue escuchando claramente su onda expansiva.
Las víctimas, sí, no tienen tiempo ni para pensar qué pasó, mientras que el victimario piensa mucho en lo que él va a hacer que pase.

Las víctimas, sí, no tienen tiempo ni para pensar qué pasó, mientras que el victimario piensa mucho en lo que él va a hacer que pase.

Foto:Michael Houkkebecq

Ahí están el Michael Kohlhaas (1810) de Heinrich von Kleist dispuesto a lo que sea para recuperar sus caballos, y el desheredado de Los bandidos (1781) de Friedrich von Schiller. Ahí siguen El agente secreto (1906) y Bajo la mirada de Occidente (1911) del ya mencionado Joseph Conrad, con el feniano nacionalista irlandés profesor Mezzeroff caminando por las calles de Londres con los bolsillos llenos de nitroglicerina, y con los culposos y culpables estudiantes Kyrilo Sidorovitch Razumov y Victor Victorovich Haldin siendo gatos y ratones de sí mismos. Ahí viene el joven revolucionario Nikolái Ableújov, a quien se le ordena asesinar a su propio padre y senador zarista en Petersburgo (1913) de Andréi Biely. Ahí continúan complotando los explosivos nihilistas de Fyodor Dostoievski en Los demonios (de 1872, llevados al teatro por Albert Camus, quien reincidiría en el sentimiento terrorista en su obra Los justos; y revisitados más tarde por J. M. Coetzee en El maestro de Petersburgo, en 1994). Más allá declaman los anarco-poetas de El hombre que fue Jueves (1908) de G. K. Chesterton o los exquisitos y hedonistas bohemios en armas de La princesa Casamassima (1886) de Henry James. O cabalgan los Caballos desbocados (1969) de Yukio Mishima, evocando a jóvenes sin riendas que buscan acabar con el orden económico en el Japón de 1932 para luego suicidarse por amor a su emperador.
Todos ellos, sí, terroristas clásicos a los que hoy se lee como se observa a valiosas y únicas piezas de museo. Todos ellos –más allá de dictados doctrinarios colectivos– dueños de una personal y singular filosofía de vida. Son, a su manera y paradójicamente, terroristas aterrorizados. Gente que hace explotar cosas para no explotar ellos mismos o para alterar el estado de las cosas. Y, ahora que lo pienso, tal vez el terrorista original sea Prometeo: titán que entrega los secretos del fuego a los mortales para que todo arda y todo queme.
AL AVANZAR y evolucionar los miedos del siglo XX, la figura del terrorista por escrito cambió. Los científicos locos ultradimensionales de la Marvel y DC Comics con afán de destruir el mundo que los contiene, o los magnates-entrepreneurs locos y globales con los que se enfrenta James Bond, son, apenas, extremos en un paisaje donde la Guerra Fría y la caliente bomba atómica impusieron sus reglas luego de que terroristas como Hitler y Stalin alcanzasen el poder absoluto. Poder que – por algo será– en más de una ocasión utilizaban para quemar libros y escritores. Pero, ficticia y literariamente, el terrorista tendía a ser una figura distante, casi extraterrestre. De acuerdo, estaban el IRA y ETA (por estos días, en España, el revisionista Patria de Fernando Aramburu es el más súper superventas); el terrorismo en Medio Oriente y Septiembre Negro (coprotagonizando el best seller Septiembre negro de Thomas ‘Hannibal Lecter’ Harris) y las Brigadas Rojas (recientemente vueltos a encender en Los lanzallamas de Rachel Kushner) y la Baader-Meinhoff; los frecuentes secuestradores y muy ocasionalmente derribadores de aviones; Patty Hearst (muy recomendable, Trance de Christopher Sorrentino) y el Unabomber (indispensable, Leviatán de Paul Auster) y las ocasionales bombas cuasicontraculturales de los Weathermen & Co. (Pastoral americana de Philip Roth, e Eat the Document de Dana Spiotta probablemente sean lo mejor sobre el tema); las agencias gubernamentales secretas conspiranoides yendo por libre bajo la nube tóxica de JFK & Vietnam & Watergate en thrillers como Los tres días del Cóndor; y, last but not least, los duelistas del realismo trágico y no mágico en la siempre turbulenta Latinoamérica.
Pero no era muy probable descubrir que el vecino de abajo estaba rezando a Allah y, también, ensamblando explosivos low-cost. O leyendo Mr. Mercedes de Stephen King y descubriendo que se le ha ocurrido una muy mala idea.
Antes de la socialización de la especie, el terrorista era archi-enemigo con perfil de ajedrecista en las novelas de Robert Ludlum o de Tom Clancy, o aparecía como ser de moral gris en novelas casi intimistas como La chica del tambor (1983) de John le Carré y El buen terrorista (1985) de Doris Lessing. Entonces, el terrorista era uno de los tantos signos de los tiempos. Ahora, en cambio, todos los signos indican que vivimos en El Tiempo del Terrorista.

Nadie estaba a salvo del psicópata sin causa que rondaba los estacionamientos y las cintas de equipajes de nuestra vida diaria

QUIENES DIERON la voz de alerta fueron el escritor inglés J. G. Ballard y el escritor norteamericano Don DeLillo.
“Nadie estaba a salvo del psicópata sin causa que rondaba los estacionamientos y las cintas de equipajes de nuestra vida diaria. Un aburrimiento feroz dominaba el mundo, por primera vez en la historia de la humanidad, interrumpido por actos de violencia sin sentido”, casi bostezó Ballard en Milenio negro (2003). Y no era la primera vez que lo hacía: desde décadas atrás –en libros como La exhibición de atrocidades (1979), Crash (1973), Rascacielos (1975), Noches de cocaína (1996) o Súper-Cannes (2000)–, Ballard venía advirtiendo/proponiendo que el hastío por el tan mentado Fin de la Historia o el colapso de las ideologías llevarían al hombre y a la mujer común a buscar actividades que los hicieran sentirse vivos. El mismo virus que influenciaría atacaría a los sadomasoquistas recreacionales del Fight Club (1996) de Chuck Palahniuk o los descerebrados top models de Glamorama (1998) de Bret Easton Ellis deviniendo en agentes de la destrucción total. Pero Ballard llegó y estuvo antes con sus gurúes apocalípticos listos para sacudir la inercia de una clase media consumista y consumida que se descubre sedienta de emociones fuertes y que subliminalmente percibe que –Conrad otra vez– “el crimen es una condición necesaria de la existencia organizada. La sociedad es esencialmente criminal”.
A lo que Ballard añade: “La violencia política energiza a las sociedades, pero es un precio terrible el que se paga con ella”. Así, en el mundo según Ballard, la mecha se enciende con “otra fiesta en Chelsea que se salió de sus carriles”. Después, enseguida, la terrible revelación: “Mata a alguien al azar y el universo entero contendrá el aliento y te dedicará toda su concentración”.
Por su parte, DeLillo ya se había acercado a la posibilidad de un matrimonio autotuneado en institución fuera de la ley para combatir el tedio en Jugadores (1977). Pero no es sino hasta su formidable Mao II (1991) cuando DeLillo da en la tecla y corta el (in)correcto azul o rojo de lo que pronto llenará el aire de esquirlas. Allí, DeLillo –bajo la máscara de un narrador ermitaño, secuestrado por un grupo armado– postula en un párrafo tantas veces citado que “un curioso nudo es el que ata a novelistas y terroristas. En Occidente, nos convertimos en célebres efigies a la vez que nuestros libros pierden el poder de formar e influenciar... Años atrás, yo solía pensar en que un novelista podía llegar a alterar la vida interior de la cultura. Ahora, los fabricantes de bombas y pistoleros han reclamado para ellos ese territorio. Y hacen incursiones en la consciencia humana”.
En Occidente, nos convertimos en célebres efigies a la vez que nuestros libros pierden el poder de formar e influenciar...

En Occidente, nos convertimos en célebres efigies a la vez que nuestros libros pierden el poder de formar e influenciar...

Foto:AFP

Y lo hace “hablando en el idioma de llamar la atención. El único idioma que Occidente comprende”. Y, de pronto, una radiante mañana te preguntas qué día es, y, ¡ah!, es el 11 de septiembre del 2001.
Y OCCIDENTE todo presta atención. Y el problema, claro, es que el terrorista ya no querrá devolver esa atención que le han prestado y que ahora entiende como suya.
Entonces, ahí mismo y en ese momento, John Updike escribió un breve despacho para la sección ‘The Talk of the Town’ de The New Yorker, que abría con un “De pronto convocados a ser testigos de algo inmenso y terrible, continuamos luchando para no reducirlo a nuestra propia pequeñez”, y cerraba con “Al día siguiente, regresé al mirador desde el que contemplamos la terrible desaparición de las torres. El sol brillaba en las fachadas de los edificios con vistas al este. Unos pocos botes se movían cautelosamente por el río. Las ruinas continuaban humeando, pero Manhattan era una gloria. El día se nos ofrecía a sí mismo como si nada hubiese ocurrido”.
Pero no era cierto: todo había ocurrido y, a partir de entonces, no dejaría de ocurrir en las ocurrencias de escritores más que dispuestos a crear a partir de semejante destrucción.
Cinco años después, el escritor Jay McInerney presentaba su novela The Good Life y tuvo que soportar, copa en mano, el asedio del siempre belicoso Norman Mailer, quien le reprochó no haber esperado diez años antes de meterse con “El Tema”. Según Mailer, toda tragedia de no ficción necesitaba, como mínimo, una década para madurar y asumirse como ficción. McInerney, claro, no había esperado para presentar su versión del asunto envuelto en un romance entre millonario y plebeya de perfume casi fitzgeraldiano.
Pero no fue el único.
Ni el más adelantado.
Uno de los grandes nombres en asumir el desafío fue, de nuevo, John Updike. Primero, con el magnífico relato del 2002 –‘Varieties of Religious Experience’, recopilado en el póstumo My Father’s Tears (2009) y, en su momento, rechazado por The New Yorker por considerarlo demasiado risqué–, y después, con la magnífica novela Terrorista (2006, más detalles más adelante). Uno y otra se ocupaban –lateral y directamente– del mismo tema: cómo se forma o deforma un apocalíptico fundamentalista y el modo en que las petrificadas víctimas reaccionaban al horror de sus acciones. Paradójicamente, The New Yorker no tuvo problema alguno, casi tres años después del veto a Updike, en aceptar ‘Los últimos días de Mohamed Hatta’, cuento de Martin Amis –incluido en El segundo avión (2008)–, como parte de una edición especial sobre viajes y turismo. Amis ya había rozado el espanto –mirando desde la otra orilla– en cuestión en su Perro callejero (2003), al igual que su colega y amigo Ian McEwan en Sábado (2006).
En Occidente, nos convertimos en célebres efigies a la vez que nuestros libros pierden el poder de formar e influenciar...

En Occidente, nos convertimos en célebres efigies a la vez que nuestros libros pierden el poder de formar e influenciar...

Foto:AFP

Ahora, mirando atrás, con talento u oportunismo, casi no hay novela neoyorquina donde no se pase junto a la memoria del agujero negro de la Zona Cero. Y son varias, entre muchas, las nobles ficciones que se han nutrido de su materia oscura.
Inmensas formas breves, como las detonadas por Deborah Eisenberg (‘El crepúsculo de los súper-héroes’, con sus protagonistas adictos al cómic y a la onomatopeya CRASH! BOOM! BANG!), Patrick McGrath (‘Zona Cero’, diagnosticando las patologías del sobreviviente), Rick Moody (la posparanoica ‘The Albertine Notes’), Stephen King (la fantasmagoría redentora de ‘Las cosas que dejaron atrás’), o ‘The Mutants’ de Joyce Carol Oates (con una mujer atrapada en su piso durante el derrumbe).
La efemérides, entonces, como eficaz telón de fondo para tramas en las que no hay peor/mejor día y lugar mejor/peor donde y cuando hacer desaparecer a un personaje. En Mundo espejo de William Gibson (2003), Windows of the World de Frédéric Beigbeder (2003), el cómic Sin la sombra de las torres (2004) de Art Spiegelman, Brooklyn Follies de Paul Auster (2005), El tercer hermano de Nick McDonnell (2005), The Good Priest’s Son de Reynolds Price (2005), Días memorables (2005) de Michael Cunningham, The Writing on the Wall de Lynne Sharon Schwartz (2005), Shalimar, el payaso de Salman Rushdie (2005), The Zero de Jess Walter (2006), Los hijos del emperador de Claire Messud (2006), Chronic City de Jonathan Lethem (2009), Netherland de Joseph O’Neill (2009), Al pie de la escalera de Lorrie Moore (2009), Que el vasto mundo siga girando de Colum McCann (2009), Libertad de Jonathan Franzen (2010), o An Object of Beauty de Steve Martin (2010), la caída de las torres funciona como suerte de deus ex machina arquitectónica, entropía utópica, línea de largada o destino por alcanzar. Pre o pos –disipados el fuego, el estruendo, las nubes de polvo, los gritos y la resaca de lo histórico y lo histérico–, todo ha cambiado, ya nada volverá a ser igual. Y hay espacio para todos los humores: el luminoso y epifánico y casi mágico realista de la un tanto desagradable Tan fuerte, tan cerca, de Jonathan Safran Foer (2005), y el negrísimo y bestial de la arriesgadísima y desopilante Un trastorno propio de este país de Ken Kalfus (2006). Allí, un matrimonio en guerra contra el terror del fin del amor suspira feliz en privado (y se lamenta en público) por la hipotética y tan deseada muerte del otro, en un rascacielos doble o en uno de esos aviones, o en donde sea.
Y el tiempo pasó, pero no pasó el terror.
Y Homeland y 24 y la posibilidad alternative del yihadismo y el islam ganando la partida e imponiendo sus reglas en la Assassin Trilogy (2006-2009) de Robert Ferrigno, en los que buena parte de Estados Unidos se convierte al islam luego de que Israel..., y en The Mirage (2012) de Matt Ruff, Osama de Lavie Tidhar (2013) y en Sumisión (2015, publicada el mismo día de la masacre en la redacción del semanario Charlie Hebdo) de Michel Houellebecq.
Y también, por supuesto, las consecuencias de un conflicto donde no queda claro, no se sabe muy bien quiénes son los malos y los buenos, en más de una ocasión se extralimitan en su afán de proteger a los inocentes, y ahí están, entre muchas, la muy representativa El fundamentalista reticente (2007) de Mohsin Hamid, El hombre más buscado (2008) de John le Carré, Home Boy (2009) de H. M. Naqvi, The Submission (2011) de Amy Waldman, advirtiendo sobre lo que pasa cuando la aplicación de la ley está demasiado cerca del no cumplirla.
Y TODOS LOS ANTERIORES están dotados de una cierta épica, de un puntual dramatismo operístico, de la responsabilidad del saberse haciendo no solo historias sino, también, Historia. Pero no consiguen explicar el Little Bang de semejantes y sucesivos apocalipsis.
Dos textos –una novela y un cuento– sí se preocupan por narrar con pericia y conocimiento la manera como se forma una deformación. El backstage y el making of de esos chicos que –como en Barcelona y en Cambrils hace unas semanas; como en Madrid o Londres o París o Boston o Niza o Berlín hace meses y años, como vaya uno a saber dónde la semana que viene–, luego de radicalizarse vía internet o con un imán electrizante, salieron a alquilar furgonetas y a comprar cuchillos y tortilla de patatas antes de matar y morir. Son soldados raros en una guerra diferente que difícilmente –como le escribió Ernest Hemingway a Francis Scott Fitzgerald en 1925– sea “el mejor tema de todos porque agrupa la más grande cantidad de material y acelera la acción y convoca a todas esas cosas diferentes que normalmente tienes que esperar toda una vida para que te sucedan”.
Afortunadamente para nuestro infortunio, hay dos textos que sí nos explican cómo funciona la cabeza de los feroces lobitos solitarios aullando una nueva y mortal encarnación del eterno conflicto generacional.
Uno de ellos es la novela Terrorista (2006) de John Updike, siguiendo muy de cerca al adolescente y aprendiz de terrorista Ahmad Ashmawy Mulloy (hijo de egipcio e irlandesa), funcionando como explosivo vértice de un triángulo –estamos en New Prospect, afueras de Nueva York, verano del 2004– al que se suman su madre, la pintora/enfermera Teresa Mulloy, y el judío y sexagenario Jack Levy (consejero estudiantil del primero y súbito amante de la segunda). De ahí que el tema y la trama de Terrorista –la investigación de cómo es que alguien se muestra dispuesto a inmolarse en nombre de su fe aniquilando, en el trámite, a la mayor cantidad de gente posible– no sea otra cosa que una nueva ocasión para que Updike vuelva a explorar lo que más le interesa: el sexo como peligroso material explosivo a la vez que redentor y desactivante de pasiones monstruosas. La carne como forma de virtud y no sinónimo de pecado aquí, en el contexto de, eso sí, un tan inesperado como eficaz thriller con camión bomba expansiva. Y, sí, Ahmad es el “héroe” del libro. Un joven envenenado por sus propios conflictos intentando compaginarlos con los problemas del mundo y buscando solucionar todo matando varios, demasiados, pájaros de un solo estallido. Ahmad es pariente lejano pero descendiente directo de Holden Caulfield en El guardián entre el centeno. Un idealista. Pero con una diferencia atendible y definitiva: mientras Holden es un ser pasivo, Ahmad decide pasar a la acción, contaminado por el veneno que destilan los yihadistas y por el cariño y la sensibilidad y la maestría con que Updike mueve sus rabiosos hilos, sin por eso dejar de comprender sus actos y su guerra contra el más íntimo terror. Esta decisión –conseguir que un pichón de Bin Laden sea un personaje por el que el lector se preocupe en el mejor sentido– le valió a Updike no pocas críticas de oportunista o de traidor a su patria. Hubo también reseñas que cuestionaron la personalidad por momentos robótica de Ahmad. A los primeros no tiene sentido contestarles. A los segundos cabría señalarles que precisamente de eso trata Terrorista: del modo en que se deshace la mente de alguien dispuesto a deshacerse y a deshacerlo todo.

Parvez está orgulloso porque todo indica que su hijo, Ali, parece ir dejando atrás todas las torpes taras de la adolescencia

El otro texto para atender es un cuento y se titula ‘Mi hijo, el fanático’, firmado por el inglés de ascendencia paquistaní Hanif Kureishi; se publicó por primera vez en las páginas de The New Yorker, y fue recogido en el libro Amor en tiempos tristes (1997) y llevado al cine con guion del propio Kureishi ese mismo año. El cuento transcurre en una ciudad de Inglaterra cuyo nombre no importa. Allí vive Parvez, quien, al principio, está orgulloso porque todo indica que su hijo, Ali, parece ir dejando atrás todas las torpes taras de la adolescencia. De pronto, Ali es ordenado y responsable, y parece disfrutar de una nueva forma de felicidad. La satisfacción de Parvez no demora en convertirse en inquietud. Ali –quien sacaba las mejores notas y era muy bueno jugando al cricket– ha dejado atrás a su grupo de amigos y a su noviecita inglesa, y ha tirado a la basura una bolsa llena de compact discs y videos y libros y ropa de marca. Ali ya no toca la guitarra y ha arrancado de las paredes de su habitación posters y fotos. Enseguida, el televisor y el equipo de sonido desaparecen.
La habitación está casi vacía, y las paredes son blancas. Y Ali ha comenzado a dejarse crecer una barba. Una noche, al volver del trabajo, antes de acostarse junto a su mujer, Parvez apoya su oreja contra la puerta de la habitación de Ali y escucha algo extraño. Ali está rezando. Y miedo es lo que empieza a sentir Parvez cada vez que se queda solo con Ali. Miedo a sus ojos limpios y condenatorios de todo lo que hace y piensa. Y es todavía peor cuando Ali habla: “¿No sabes que no es bueno y que está prohibido beber alcohol?”, “El problema está en que te has implicado demasiado en la civilización occidental”, “Los materialistas de aquí nos odian”, “La ley del islam gobernará al mundo”, “Arderán las pieles de cristianos y judíos”, “Occidente es un pozo lleno de hipócritas, adúlteros, homosexuales, drogadictos y prostitutas”, “Mi gente ya ha soportado suficiente. Si no dejan de perseguirnos, tendrá lugar una Jihad. Yo y millones de fieles como yo daremos nuestras vidas por la causa, sin importarnos la muerte, porque nuestra recompensa será el paraíso”. Enseguida, Ali le informa que dejará sus estudios porque “la educación occidental cultiva actitudes antirreligiosas”. Y, finalmente, Ali le pregunta a su padre cómo es que no lleva barba o, por lo menos, bigote. Después, Ali dice: “Reza conmigo”. ‘Mi hijo, el fanático’ termina con un Parvez perdiendo la paciencia. Y así, el padre le da una terrible paliza al hijo, quien, con los labios rotos, escupiendo sangre, “sin miedo en sus ojos”, le pregunta: “¿Y ahora quién es el fanático?”.
Y el cuento termina pero la historia continúa.
DON DELILLO volvió a sus terrores y terroristas con la un tanto fallida El hombre del salto (2007). Allí, de nuevo, aquella mañana del 11 de septiembre del 2001 y un hombre cayendo desde las alturas del World Trade Center. La novela es declamatoria y suena un poco cansada, tal vez, sufriendo la fatiga de materiales de quien lo supo antes que ninguno. Pero aun así, en este libro, DeLillo nos hace oír la siguiente y definitiva conversación:
“¿Qué sucederá después de esto?”, pregunta alguien.
Y la terrible respuesta: “Nada sucederá después. No hay después. Esto fue el después. Hace ocho años pusieron una bomba en una de las torres. Nadie dijo entonces qué sucedería después. Esto es el después. El momento para tener miedo es cuando ya no hay razón para tener miedo. Ahora ya es demasiado tarde”.
En eso estamos.
En esto estamos.
Mientras tanto, temblando, leemos para no pensar en otra cosa.
LECTURAS
Daniela Vargas
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