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Lecturas Dominicales

La reina de Inglaterra

Antonio Ortuño resultó finalista del Premio Herralde de Novela.

Antonio Ortuño resultó finalista del Premio Herralde de Novela.

Foto:Miguel Yenín

Un cuento inédito del escritor mexicano Antonio Ortuño.

Llegué al asilo por la tarde. Me hicieron esperar en el vestíbulo de la planta baja. Sudaba. El sol era intenso, la caminata había sido larga y la idea de usar un suéter para lucir formal y recuperar el respeto de las enfermeras, perdido a fuerza de aparecer por ahí en bermudas y chancletas, resultó contraproducente: apestaba y el cabello se me arremolinaba en los ojos. A pesar de la repugnancia que me provocaba el aroma corrosivo de mis ropas, no podía dejar de olfatearme. Como si mi nariz fuera capaz de absorber cada molécula de suciedad y devolverla, purificada, a los aires.
Ajeno a mis angustias, el perro se acomodó en la alfombra. Era una bestia paciente y mansa, recogida de un terreno baldío a la vuelta de casa. Lo descubrí una tarde, en mitad de la tormenta, resistiendo los embates del clima con dignidad de esfinge: ojos entornados, cabeza en alto, resignado como un faquir al hambre, a las patadas que le colocarían en las costillas, cada que pudieran, los niños del barrio y los descerebrados de rigor. Hacía poco más de un año que lo había encontrado y recogido. Cuando lo bañé, le di de comer regularmente y lo hice vacunar, perdió el aire dramático y se volvió un comodino.
Solíamos pasear por las tardes y rematar, cuando menos una vez por semana, en el asilo. Allí debíamos esperar a que la recepcionista dejara de mirar el televisor y subiera a advertir de mi presencia a las enfermeras. Ellas corroboraban que Margarita estuviera despierta, vestida y serena. Sólo entonces la hacían bajar al jardín (en silla de ruedas aunque mi tía fuera muy capaz de hacerlo a pie) y nos franqueaban el paso.
Esa tarde, cuando la recepcionista volvió (y miré su gesto de desagradado con horror, seguro que el olor de mis ropas la haría dar arcadas) y nos indicó que pasáramos, tuve la seguridad de que no volvería a pasar por aquello. La idea apareció en mi cabeza con claridad, como una moneda que golpeara el mosaico del suelo. No volveré a esperar en este recibidor, no volveré a inquietarme por la opinión de las enfermeras. Había hecho lo necesario para que el rito semanal desapareciera.
Margarita fue una profesora de inglés de las de toda la vida. Comenzó en una época en la que nadie quería aprenderlo para triunfar o insertarse en los ejes mundiales del comercio sino para hacer un viaje o parecer elegante, nada más, como se aprendía a tocar el piano o se repasaban los métodos correctos de comportamiento en un coctel. Era tía de mi madre, pero en una familia pequeña y desunida, como la mía, eso significaba ser muy cercano. Se casó dos veces; las dos enviudó. No tuvo hijos. Era una mujer dulce, contaba chistes obscenos sin usar palabras altisonantes y la gente solía pensar que no era lista (pero lo era, caudalosa y generosamente). Se le quería más de lo que se le respetaba.
Alfredo, el hermano de mi madre, era un tipo atrabiliario y la había metido al asilo pretextando cualquier nimiedad. “Se va a caer un día y a ver quién la cuida”. Yo tenía dieciocho, entonces, mi madre vivía aún y a nadie le interesaba mi opinión. Pasaron once años y Margarita, que lloró un poco en los primeros meses, había terminado por acostumbrarse. Alfredo, en cambio, que se quedó con su casa y su auto (un largo sedán verde, que malbarató como chatarra), no pudo acostumbrarse a nada, porque murió de cáncer un par de años después.
“Te ves asoleado”, me dijo la tía, nada más verme, con su clara voz de profesora. Le besé la frente y me senté en una de las sillas metálicas, justo a su derecha, el lado desde el que escuchaba mejor. El vivo olor a hierbas del jardín me consolaba de mi pestazo. Margarita se concentró en acariciarle el pecho al perro, que se mantenía impávido como el centinela de un castillo.
“Tuve un día de puras carreras”, expliqué.
Ella parpadeó para enfocarme con propiedad y sonrió con su bocota desdentada.
“¿Te dejas la barba en venganza?”, susurró.
Le gustaba burlarse de la época que pasé en la escuela militar, obligado a usar el cabello a rapa y a rasurarme neuróticamente la cara.
“Ya es el último viernes que vengo”, informé. En vano, porque ella sabía. Hacía dos meses que estaba enterada.
“Vamos a pedirles un cafecito a las muchachas”, propuso.
Mi madre fue quien me envió a la escuela militar, harta de mi comportamiento (era yo, como muchos, un haragán, un insolente, nada especial). Allí, además de dormir mal durante cuatro años, me especialicé en computadoras: era la única actividad en la que podías convivir cotidianamente con tipos que no intentarían sodomizarte a la primera oportunidad.
En la escuela tuve cuatro años de clases bajo la tutela del capitán Morelia, apodado la Monita, quien se caracterizaba por no tener ningún conocimiento técnico posterior al año mil novecientos setenta y nueve. No de él, sino de su ayudante, el cabo Juan Carey, aprendí los rudimentos de la que sería mi vocación.
Carey utilizaba sus conocimientos para asuntos más bien estúpidos. Como, por ejemplo, alterar los inventarios de suministros del cuartel para apropiarse de artículos tan míseros como un par de botas, alguna pieza extraviada del uniforme o raciones extras de alimentos, y comerciar con lo hurtado. O, como, ay, modificar los reportes archivados sobre alguno de los estudiantes (calificaciones, reportes de sanciones, ese tipo de bajezas) y ganarse una tibia recompensa por ello.
El cabo no entendía que sus alcances eran mediocres porque así eran sus objetivos. Había una puerta abierta ante él que jamás fue capaz de ver. Y así fue como yo, que nunca antes destaqué por mis habilidades para ninguna actividad, me convertí en alumno atento y, con el paso del tiempo, pude superar los trucos y trampas del cabo y desarrollar algo más elevado que sus lodazales: una técnica. O, mejor dicho, un arte.
Luego de la muerte de mi madre, y gracias al sentimentalismo propio de los militares, a quienes les pareció lógico que esgrimiera la orfandad como razón suficiente para darme de baja, dejé la escuela. Al principio me dediqué a sobrevivir con lo mínimo: la pequeña herencia recibida y la ventaja de vivir en la vieja casa familiar. Una vez asentado, me atreví a emprender lo concebido durante los años de aprendiz. Compré una computadora. Comencé con movimientos mínimos. Hurtaba discretamente (centavos, en cada caso) de una multitud de cuentas bancarias comerciales o corporativas y mandaba lo obtenido a dar un tour mundial de recovecos y estaciones intermedias, hasta dejarlo fuera del alcance de cualquier rastreo concebible. Una vez realizado esto, consolidaba el dinero en una serie de cuentas personales y modestas, siempre por debajo de los niveles de ahorro que llamaban la atención de las autoridades. Así, con paciencia de reptil y sin un incidente, reuní el dinero necesario como para llevar a Margarita a casa y contratar los tres turnos de enfermería necesarios para sus cuidados.
Rara vez salía a la calle en mi propio automóvil. Siempre quise el sedán de mi tía pero Alfredo lo había alejado, para siempre, de mis manos. Tuve que conformarme con uno parecido, un convertible de color pistache al que, como le gustaba decir al mecánico, le dolía todo. En especial los frenos: había que sumir el pie hasta el fondo para que el cacharro, cabeceando como un toro, se detuviera, dejando tras sí una estela de humo gris oscuro.
A bordo de esa impredecible morsa metálica llegué al asilo. El perro se había instalado en el asiento trasero y miraba por la ventana, con la lengua afuera, como se espera que hagan los de su especie. Yo olía a perfume y llevaba encima un traje de primerísima calidad, pura lana trenzada. La recepcionista corrió a dar aviso de mi llegada.
Frente a mí desfilaron la administradora, quien arguyó que debería haber sido informada con anticipación; la médico principal, quien recomendó no trasladar a Margarita (“Para lo que le resta de tiempo…”); y, al fin, la directora del asilo, a quien tuve que convencer de permitir la salida de mi tía con la amenaza de denunciarlas a todas por secuestro si pretendían retenerla en sus instalaciones una sola noche más. Hubo que firmar mil quinientos noventa y dos papeles y toda una serie de responsivas. Hubo que liquidar tres facturas, cada cual más extemporánea y absurda que la anterior. Hubo, en fin, que hacer nosotros mismos el equipaje y repartir entre los apolillados internos las pertenencias que mi tía no llevaría consigo.
Le había comprado un vestido, un mantón, maquillajes de primera y hasta alhajas. Un par de buenas damas de la alcoba vecina la ayudaron a ataviarse. Quería sacarla de allí como quien lleva de paseo a la Reina de Inglaterra. Los ancianos se apretujaban en los pasillos, en los quicios de sus alcobas, en los ventanales y repletaban el vestíbulo. Vitoreaban. Algunos se limpiaban con pañuelitos las lágrimas y los mocos y Margarita y yo pasábamos entre ellos recibiendo palmadas y caricias, como boxeadores camino al ring. El aire de la calle era fresco. La tarde teñía los cielos de rosa y añil.
“Robé para sacarla, tía”, le dije en el primer semáforo, cuando conseguí que el automóvil se detuviera. Malditos frenos.
“No tengo ni tu casa ni tu carro pero tengo casa y un carro. Y en la casa están las cenizas del tío Alfredo en un jarrón”.
Margarita volteó a verme con la bocota sin dientes abierta como una cueva.
“¿Todo esto por tu puta venganza?”.
El perro bufó.
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