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Justicia

Marta lleva 20 años esperando noticias de sus gemelas secuestradas

Marta Cecilia Herrera madre de dos gemelas secuestradas por las Farc en 1997.

Marta Cecilia Herrera madre de dos gemelas secuestradas por las Farc en 1997.

Foto:Guillermo Reinoso

Farc se llevaron en 1997 a sus dos hijas, sus esposos y una nieta. Quinta entrega de Los que faltan.

Aunque la pobreza siempre la ha acompañado, Marta Cecilia Herrera, una campesina de 65 años, no se salvó del drama del secuestro. Ella, que dice que le ha tocado pasar hambre durante varios días, o a veces con un solo golpe, sufrió el plagio de sus dos hijas gemelas, sus yernos y su pequeña nieta Gina Paola, una niña que no podía valerse por sí misma.
El 12 de noviembre de 1997, al menos 13 hombres vestidos con uniforme militar y botas de caucho, que intimidaban con sus fusiles y granadas, llegaron hasta la finca en la que vivían en la vereda Villa Carmona, en San Vicente del Caguán, Caquetá. Se identificaron como miembros de la columna móvil Teófilo Forero de las Farc. Llevaban amarradas de las manos a unas 20 personas, entre ellas varias mujeres.
“Fue un día espantoso”, recuerda doña Marta, como la conocen en la invasión La Vega, en Florencia, Caquetá. “Uno de ellos sacó una lista, y llamaron a Plácido y a Albeiro (sus yernos) y los amarraron. A Luz Marina y Patricia Helena (sus gemelas) no las amarraron, pero sí las echaron por delante, y dijeron que la niña quedaba retenida hasta nueva orden”, cuenta esta madre que fue testigo del plagio masivo y que 21 años después llora desconsolada porque no pudo hacer nada por sus hijas.
“Cómo íbamos a hacer algo si acababan de matar delante de todos a los Cardozo, solo porque la madre y el padre se colgaron del cuello de uno de los guerrilleros para que no se llevaran a sus dos hijos, ahí mismo los asesinaron a todos”, agrega la mujer, que, junto a su esposo, Carlos Arturo Sánchez, permaneció inerme mirando el grupo de hombres hasta que se perdieron en la llanura.
La pareja esperó algunos días el regreso de sus hijas, pero, ante el temor de que los guerrilleros regresaran, decidieron abandonar el predio, donde apenas llevaban un año, y se radicaron en las afueras de la capital de Caquetá.
De su nieta Gina Paola volvieron a tener razón un mes después. La niña la llevó una mujer que fue contactada por guerrilleros para que la devolvieran a la familia, pero la pequeña ya tenía las horas contadas. “Tenía extraviada la mirada y no parpadeaba. Yo le dije a mi esposo: ‘Carlos, la niña está muy mal’; de inmediato corrimos al hospital y se la entregamos a un médico. A los pocos minutos, el médico salió, me abrazo y me dijo: ‘Señora, la niña se nos fue’”.
El sepelio se realizó al día siguiente, una vez los patrones de Carlos Arturo, que había conseguido trabajo en un taller de ornamentación, donde además Marta les vendía empanadas y arepas a los trabajadores, llegaron a la pieza donde vivían con un cofre y un vestido blanco para vestir a la pequeña.

Uno de ellos sacó una lista, y llamaron a Plácido y a Albeiro  y los amarraron. A Luz Marina y Patricia Helena no las amarraron, pero sí las echaron por delante, y dijeron que la niña quedaba retenida

El viaje a Los Pozos

No había pasado un año del secuestro cuando esta madre decidió regresar al Caguán. Se habían iniciado los diálogos de paz con el gobierno del presidente Andrés Pastrana (1998-2002), y las Farc estaban concentradas en la llamada zona de despeje.
Era el momento indicado para intentar hablar con un comandante guerrillero –pensó–, pero no fue así. Solo pudo llegar hasta un retén que había en la carretera destapada que conduce a Los Pozos, el caserío en el que permanecían “los duros” de las Farc. “Yo quería hablar con un comandante y preguntar por mis hijas y mis yernos, pero en el retén me pararon, y un guerrillero me dijo: ‘Por donde trae la cara, devuélvase’.
Después de eso nunca más volví al Caguán”, asegura Marta, quien hoy lamenta haber abandonado su vida de campesina en Cundinamarca. “Me arrepiento de esa decisión, veinte veces habría sido mejor haberme quedado”, insiste al recordar lo que hacían las gemelas por ella. Cada mes le ayudaban con un mercado y cuando en su casa no había nada para cocinar, aparecían con algo.
Marta Cecilia llegó al Caquetá siendo madre de cuatro niños. Trabajaba en cultivos de papa y de hortalizas en Zipaquirá, pero un buen día decidió viajar a ese departamento junto con una hermana en busca “de un mejor futuro”. La atraía la ilusión de tener finca. Viajó primero a Puerto Leguízamo (Putumayo), y allí se sostenía con lo que le daban por hacer el aseo en un hostal.
En esa población conoció a Carlos Arturo, quien se ganaba la vida transportando madera por el río Putumayo. Poco después se casaron y se establecieron en un baldío, a unas dos horas a pie de la base militar de Tres Esquinas.

Desde el secuestro de mis hijas nada volvió a ser igual. La Navidad y el fin de año son los días más tristes. Hasta intenté envenenarme, porque en medio de tanta depresión me apareció un cáncer

Apareció la Teófilo Forero

Aunque la familia vivía en un rancho de esterilla elaborada con tallos de palma o guadua, zinc y pisos de tierra, eso era suficiente para esta mujer, así estaba cumpliendo su sueño de volver al campo, donde no faltaba la comida. Cultivaban plátano y yuca, productos que luego vendían a oficiales de la base militar, y cazaban animales de monte. En ese ambiente creció su familia. Tuvo dos hijos con Carlos Arturo, quien había acogido como suyos a los otros cuatro muchachos.
Pero esa vida tranquila se esfumó tan pronto las gemelas, las mayores de los seis hijos de esta campesina, empezaron a bordear la adolescencia y tocó a la puerta de su casa la temida columna móvil Teófilo Forero.
Desde ese momento todo fue zozobra. Marta Cecilia recuerda que fue tanto el acoso del comandante ‘Franklin’ por reclutar a Luz Marina y a Patricia Helena que, finalmente, la familia decidió dejar todo y, sin nada más que lo que llevaban puesto ese día, buscar refugio en Florencia. En esta ciudad vivieron en arriendo, y mientras su esposo trabajaba en un taller, Marta y las niñas se empleaban en casas de familia.
Con el paso de los años, los Sánchez y los Herrera creyeron que habían logrado evadir a la guerrilla. Entonces regresó el anhelo de volver al campo. Por eso, ya siendo mayores de edad, con 27 años cada una, y sus hogares conformados –Luz Marina tenía a la pequeña Gina Paola y Patricia, a una pareja de niños–, las gemelas vieron una oportunidad en una finca que les ofrecieron cerca de Los Pozos, en el Caguán.
Tenía una casa de madera empotrada sobre postes, y se llegaba a lomo de mula. Sin embargo, eso no era inconveniente para Luz Marina, quien vendió la casa que estaba construyendo en el barrio El Minuto para comprar el terreno. Pero la alegría apenas les duró un año. De nuevo fueron visibles para los hombres de la temida columna Teófilo Forero, de la que habían huido años atrás, solo que en esta ocasión no se salvaron.

La foto en el periódico

Después de que se iniciaron los diálogos en el Caguán, Marta recibió una llamada de una pariente que vivía en San Vicente. Eran noticias de una de sus hijas secuestradas. Le dijo que en el periódico había salido una fotografía en la que estaba una mujer que se parecía a Patricia Helena.
En la imagen se encuentran ‘Manuel Marulanda’ junto a los demás miembros del secretariado y, a un lado, un grupo de guerrilleros, entre los cuales hay una mujer cuyas características son parecidas a una de las gemelas. Emocionada, Marta corrió a comprar el periódico. Observó una y otra vez la fotografía, y mientras más la miraba, más se contrariaba. No entendía por qué una de sus hijas podía estar uniformada.
Luego acudió a la Policía (de Florencia) para resolver su duda sobre si realmente era Patricia Helena. “Allá (en el comando) me dijeron que podía ser mi hija”, recuerda esta mujer, a quien le alegraba saber que había la posibilidad de que una de sus hijas siguiera viva, pero, por otro lado, sufría por la incertidumbre de no tener noticias de Luz Marina, la otra gemela, ni de sus dos yernos.
Secretariado de las Farc, durante los diálogos de paz con las Farc en el Caguán.

Secretariado de las Farc, durante los diálogos de paz con las Farc en el Caguán.

Foto:Archivo EL TIEMPO.COM

Pero el doloroso secuestro de sus dos hijas, sus esposos y la muerte de su nieta de 10 años, tras un mes en cautiverio, apenas era uno de una serie de sucesos trágicos que iban a golpear a los Sánchez y a los Herrera. Por la misma época, a manos de las Farc, murió su hermano menor, Belisario, de 27 años y quien vendía plantas aromáticas y medicinales en Villagarzón, Putumayo. Una noche, guerrilleros lo sacaron de una fiesta, y el cuerpo fue encontrado a un lado de la carretera a Puerto Asís.
Y poco después, a Aníbal, otro de sus hermanos y quien también salió de Las Delicias huyendo de las Farc, fue sacado de la pieza en la que vivía en Florencia, y nunca más se volvió a saber de él. De lo que está asegura Marta es de que se lo llevaron los mismos hombres con camuflado que habían intentado reclutar a sus hijas. Ella cree que ante la negativa de enrolarse en las filas guerrilleras, Aníbal fue sentenciado a muerte.
“Desde el secuestro de mis hijas nada volvió a ser igual. Todo se vino abajo, y ya no hay alegría, no hay nada. La Navidad y el fin de año son los días más tristes. Hasta intenté envenenarme, porque en medio de tanta depresión me apareció un cáncer; gracias a Dios lo superé”, recuerda Marta, quien, no obstante, reconoce que desde esa época ha ido varias veces al psicólogo.
Y aunque esta campesina no volvió al Caguán para averiguar por sus gemelas, ella no las ha dejado de buscar. A pesar de todo el tiempo que ha pasado, cree que las va a encontrar. Por eso, con carteles y fotos, asiste a cuanta concentración de víctimas de las Farc se realiza en la capital del Caquetá; incluso, a través de conocidos, logró entrevistarse con milicianos. Pero nada de lo que ha hecho le ha permitido tener alguna noticia de sus hijas.
Luego de tantas frustraciones, Marta creyó que la firma de la paz con las Farc le iba a permitir saber qué pasó con sus gemelas y sus yernos. Pero esa nueva ilusión, por lo menos hasta ahora, no se ha cumplido. “Ya deben tener 47 años; guardo la esperanza de que sigan vivas, y si no, que me digan qué hicieron con ellas”, reclama esta mujer a la que la extrema pobreza no la blindó del secuestro y la muerte violenta de varios de sus seres queridos.
GUILLERMO REINOSO RODRÍGUEZ
Editor de ELTIEMPO.COM
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