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Conflicto y Narcotráfico

Las imborrables huellas del aborto forzado

Esta ilustración de Daniela Sanín Ángel forma parte del libro ‘Avanzadoras colombianas’, de Jineth Bedoya Lima.

Esta ilustración de Daniela Sanín Ángel forma parte del libro ‘Avanzadoras colombianas’, de Jineth Bedoya Lima.

Foto:Daniela Sanín Ángel

NO ES HORA DE CALLAR

No es hora de callar

Dos exguerrilleras ‘tatuadas’ por la barbarie, cuentan cómo fueron obligadas a someterse a legrados.

3 de marzo. Era la media mañana de un jueves de 2004, en un campamento del bloque Oriental de las Farc. En ese lugar, en algún punto entre las selvas y las sabanas del Yarí, entre los departamentos de Meta y Caquetá, las labores del día quedaron inconclusas. Paola, Yeny y Viviana estaban a punto de repartir el almuerzo, pero unas ráfagas de fusil dispersaron a los 17 guerrilleros y guerrilleras que estaban allí.
Cada uno tomó su armamento, empacaron las municiones que tenían de reserva y se dispersaron entre la maleza. Paola pensó que mejor oportunidad no tendría para intentar huir: ese combate le había llegado providencialmente ante la orden de marchar, el viernes 4 de marzo, hacia el campamento de Candilejas con otras dos de sus compañeras. Iban castigadas y rumbo a enfrentar un consejo de guerra. Paola, una semana atrás, había sido descubierta intentando ocultar su barriga de cuatro meses de embarazo: con una sábana improvisaba una faja todos los días, pero tuvo la mala suerte de ser vista por uno de los guerrilleros.
En Candilejas le esperaba el aborto.
Ella había persuadido de todas las formas al encargado de la cuadrilla en la que estaba. Si era necesario, conseguía dinero o alimentos a cambio de que la dejaran regresar a San Juan de Losada, el pueblo donde fue reclutada, a los 13 años, en el año 2000. Su sueño era llegar hasta allí, recoger a su mamá y salir huyendo hacia San Vicente del Caguán y luego a Bogotá.
Pero ¿Bogotá? ¿Tan fría y hostil, y sin un conocido que le ayudara? La verdad es que no podría haber peor hostilidad que la de dormir sentada, con una sudadera húmeda todo el tiempo, en medio de bombardeos y combates y con las trampas naturales que tiene la selva a cada paso.
Bogotá era algo mínimo frente a la necesidad de salvar a ese hijo o hija que estaba creciendo. El que engendró enamorada de su compañero de cambuche, al que mandaron a reforzar la seguridad del comandante Carlos Antonio Lozada porque el Ejército le pisaba los talones. El denominado Plan Patriota estaba en su primera fase, con toda la intensidad de la arremetida contra las estructuras de la guerrilla.
Así que el combate desatado esa mañana de marzo era un regalo.
Rápidamente, Paola pensó en un plan de fuga y tuvo la determinación de rendirse ante el primer soldado que se encontrara, con las manos en alto, sin soltar el fusil por si el militar no respetaba su súplica. Pero le vino un miedo terrible al pensar que fueran ciertas las historias, obligatorias, que alguien del grupo contaba todas las tardes sobre lo que les harían los del Ejército a las mujeres si las capturaban vivas: primero, tortura; luego, violación, y, para terminar, un viaje en un helicóptero, con la cabeza colgando por la puerta, hasta que las lanzaran al vacío...
A ella nunca le pareció muy cuerda esa historia, porque en ese momento la guerra tenía tanta prisa que ni tiempo había para eso. Pero le pudo más el miedo y declinó su intención.
Buscó entonces la manera de salir del anillo de seguridad que tenía extendido la brigada móvil y pensó en huir, buscando refugios temporales hasta salir a un claro de tierra o a un caserío. También era imposible. La zona la controlaban completamente las Farc.

Le vino un miedo terrible al pensar que fueran ciertas las historias que alguien del grupo contaba todas las tardes sobre lo que les harían los del Ejército a las mujeres si las capturaban vivas

Junto con Yeny y Viviana se atrincheraron, decidieron no responder al fuego del enemigo de no ser necesario y se dieron 24 horas para resistir en ese lugar. Era el tiempo de gracia que les daba la munición que tenían.
Los combates se prolongaron hasta la madrugada del día siguiente. En ese momento, Paola ya había agotado en su cabeza las opciones para salir huyendo de ese infierno. Sus compañeras de batalla no tenían la más mínima intención de abandonar su vida de combatientes, y contarles de sus planes era firmar la sentencia de muerte.
Respiró profundo. El combate había cesado, y empezaba realmente su batalla personal. Ya no había campamento al cual regresar porque los bombardeos de las 12 de la noche no dejaron nada en pie. Tenía solo lo que llevaba puesto y a su bebé... Algunos dirían que a su feto.
Apretó los dientes, puso sus manos en el estómago, que ya no tenía sábanas que lo protegieran o lo ocultaran. Le habló a ese ser que tenía aferrado allí y le dijo que todo saldría bien. Así empezó su largo camino hacia Candilejas.
Evadir todos los cercos militares les llevó días de camino, sin municiones ni comida. Paola se desvanecía por momentos, y alguno de sus compañeros le hablaba cerquita, con frases lapidarias, recordándole que era mejor abortar por inanición que en una camilla, con un frío espéculo y unas pinzas en su cuerpo. Ella solo miraba al frente y avanzaba en la marcha.
Su arribo y el de sus compañeros a Candilejas dieron un aire de tranquilidad a la guerrillerada reunida allí. En la misma zona donde estaba el campamento de Paola, la Fuerza Aérea había ubicado cuatro campamentos más, y los había bombardeado. Ningún guerrillero salió con vida. Los únicos sobrevivientes eran Paola y los diez subversivos que atravesaron la extensa mata de monte con ella.
Después de dar las explicaciones de rigor sobre el combate, las once personas fueron distribuidas en nuevos grupos. Paola se reencontró con dos jóvenes que había conocido dos años atrás en un corregimiento de La Tunia, Meta; hablaron en menos de 15 minutos lo que había sido de sus vidas y luego asumieron sus nuevos oficios.
Así pasaron por lo menos cuatro días. Y entonces Paola pensó que ante la heroica hazaña de lograr huir del ataque del Ejército, sus comandantes habían decidido dejarla seguir adelante con el embarazo. Que seguro, cuando la situación se calmara un poco, ella iba a poder moverse hasta San Juan de Losada y terminar la historia que tenía trazada en su mente. Con ese pensamiento se encogió encima del cambuche en el que le correspondió dormir esa noche.
* * *
Marlen sobrevivió al bombardeo del campamento del jefe de las Farc Fabián Ramírez. Fue el 20 de noviembre de 2010. Algunos medios de comunicación hasta lo dieron por muerto, pero ese día él ni siquiera estaba en la zona. Marlen sí. Era la radioperadora. Recibió el cargo y la responsabilidad luego de salir de las selvas de La Macarena, Meta, diez meses atrás. Siempre había estado con el grupo de seguridad de ‘Arsenio Kokoriko’, uno de los hombres de confianza del ‘Mono Jojoy’; pero cuando él se enteró de que estaba embarazada y quería tener a su bebé, la envió al ‘hospital de campaña’ que siempre mantenían cerca de ‘Jojoy’.
Tras dos días de estar en el lugar la hicieron abortar. Solo tuvo un día de baja o ‘incapacidad’, porque justo un nuevo bombardeo llevó a los guerrilleros a iniciar una interminable caminata de huida. Sangraba, tenía un cólico incrustado en el vientre, algo de fiebre y el alma fracturada. Así llegó a su nuevo destino. Pero es una mujer combatiente, empuñando un fusil, tal vez ha tenido que matar. ¿Tiene alma?

Tras dos días de estar en el lugar la hicieron abortar. Solo tuvo un día de baja o ‘incapacidad’

Algo así le dijo un militar, de rango teniente o capitán, cuando la capturó a principios de 2012. Ella respondió que era guerrillera, no una de las gallinas que había despescuezado infinidad de veces cuando la guerra permitía un buen almuerzo. Claro que tenía alma.
Y no era la primera vez que Marlen escuchaba hablar del alma de las personas. Tras el bombardeo al campamento de ‘Fabián Ramírez’, la reubicaron nuevamente en otro punto del Meta, en espera de la nueva arremetida militar. Allí no había cambuches armados, la mitad de la gente estaba con leishmaniasis (enfermedad tropical causada por la picadura de un zancudo), las raciones se habían agotado y las guerrilleras tenían los cuerpos llenos de hongos producto de la humedad. Paola era una de ellas.
Congeniaron rápidamente, tal vez porque las unía la misma tragedia. Pronto se contaron su vida en la guerrilla, sus ganas de salir de la selva, de la marginalidad de ser mujer y combatiente, del olor a muerte todos los días... de los niños que no nacieron. De las inmensas ganas de ser algún día madres. De la miseria que carga en su vida quien se atreve a castrar ese sueño.
Paola llevaba cuatro días en Candilejas, creyendo que la pesadilla se había alejado, pero en la mañana, muy temprano, una de las comandantes del lugar llegó hasta su cambuche. Se la llevó hasta la improvisada carpa que servía de servicio médico, le dijo que se quitara las botas, el pantalón y la ropa interior, la hizo acostar en una camilla hecha de tablas, llamó a otras dos guerrilleras que la sujetaron, y empezó el legrado...
Ella, en silencio absoluto, empezó a hablarle a su hijo o su hija. Le pidió perdón por no haber tenido el valor de huir en medio del combate, lo sintió, la sintió por última vez y le pidió a Dios que permitiera que el alma de su bebé se quedara por siempre con ella. Como si fuera un ángel.
“El alma de mi bebé está conmigo, siempre. Va a estar el resto de mi vida así tenga 20 hijos más”. Con esas frases, Paola cerró su diálogo con Marlen.
Las dos lograron regresar a la vida civil. Tatuadas por la guerra, con largas noches de insomnio y sueños atroces, discriminadas y relegadas a no tener derechos, ni siquiera el de llorar en público a los hijos que no les dejaron tener. Vilipendiadas porque quieren que se haga justicia, y con un pasado a cuestas que tal vez solo en tres generaciones se les logre entender o siquiera perdonar, porque la sociedad es el más implacable juez.
Paola y Marlen son solo dos de los centenares de mujeres que se tragaron su dolor en medio de los combates y la crueldad de sus comandantes o de quienes ordenaron sus abortos. Y como lo pensaron en algún momento, tal vez las almas de esos hijos son las que las están llenando de valor para que hoy reclamen por ellos. Para que ellas entiendan que No Es Hora De Callar.
JINETH BEDOYA
Subeditora EL TIEMPO
En Twitter: @jbedoyalima
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