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Sembrar: un acto de resistencia

Sembrar: un acto de resistencia

Sembrar: un acto de resistencia

Foto:Camila González / EL TIEMPO

En la localidad de Engativá un grupo de campesinos creó su huerta.

“Aquí todo el mundo estudia mucho, pero suéltele una hectárea de tierra a cualquier doctor y no sabe qué hacer con ella. En cambio, un campesino le saca toda la comida que quiera”, cuenta Ignacio Rangel, uno de los campesinos que trabaja en una huerta comunitaria en medio de la ciudad.
Crear seguridad alimentaria, recuperar la agricultura, mantenerse cerca de sus raíces. Distraerse. Sobrevivir en una ciudad como Bogotá o como ellos la llaman “selva de cemento”. Son algunas de las razones por las cuales cuatro de los adultos mayores que viven en el hogar Bosque Popular, en la localidad de Engativá, quisieron formar una huerta urbana.
Ignacio Rangel Ríos es uno de los cuatro miembros de la Escuela Agroecológica Comunitaria Bosque Popular y se dedica todos los días a trabajar en la huerta, aunque la monotonía del lugar no vaya con su personalidad. “Estoy residiendo en este hogar de personas mayores, no porque me guste estar aquí hacinado, sino porque las circunstancias de la vida me trajeron. Pero no pienso permanecer aquí, pienso salir. Claro que quiero volver al campo”, dice.
La huerta recibe visitas los sábados de todo aquel que quiera colaborar. Foto: Diego Pérez.

La huerta recibe visitas los sábados de todo aquel que quiera colaborar. Foto: Diego Pérez.

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Este hombre de origen pescador y cultivador ha trabajado toda la vida con la tierra, incluso mientras ha vivido en áreas urbana. Nació en el Magdalena y siempre estuvo vinculado con el movimiento campesino. Su activismo lo llevó a conocer “todos los problemas de la gran propiedad y de los pequeños propietarios”, lo llevó a intentar, desde las leyes, “hacer en Colombia una justa distribución de la tierra”, pero vivió la pesadilla de la violencia paramilitar que frustró -y mató- su lucha y lo llevó, finalmente, a exiliarse en Venezuela.

Vivir de la tierra

No se ve desde afuera. Nadie se imagina que entre los imponentes edificios y las vías muy transitadas que la rodean, hay una huerta. Un ejemplo de resistencia ante el afán de la ciudad. El lugar es un albergue de cientos de hombres y mujeres de la tercera edad que están en condición de vulnerabilidad y es financiado por la Secretaría Distrital de Integración Social (SDIS). De los ancianos que viven en este lugar, solo cuatro trabajan de manera activa por la huerta. Para no quedarse atrás, convocan a jóvenes o a cualquier interesado a través de su cuenta de Facebook o por medio del voz a voz.
“Me puse a hacer esto, a acompañar esto aquí, a impulsarlo, a hacer relaciones por fuera, con los estudiantes... porque los viejitos que están aquí ya no funcionan mucho. Entonces conseguí gente que quiera ayudarnos y con eso me ayudó yo también. Por eso estoy aquí trabajando”. Cada sábado de nueve de la mañana a dos de la tarde llegan personas, en su mayoría jóvenes, a consolidar la huerta y a formar lo que pronto sería una escuela agroecológica dirigida a todo público.
Entrar a Bosque Popular es entrar a una especie de oasis, a un universo raro en la ciudad donde se puede escuchar el sonido de las aves y no el de los carros y las construcciones. La huerta está rodeada de gallinas y tortugas, de árboles, lugares de reunión y una zona de compostaje.
Mientras un edificio está en construcción, justo al frente del Bosque Popular, una segunda huerta se está gestando gracias a la ayuda de estudiantes de la Universidad Nacional, Universidad Distrital y el resto de jóvenes que, sin otra intención que ayudar a cambiarle la cara a un pedazo de la ciudad, llega todos los sábados a ayudar a los únicos cuatro que tiene la huerta andando en el Centro de Albergue.
Parte de lo sembrado en la huerta es vendido. Aunque la mayor parte queda para quienes la cultivan. Foto: Camila González.

Parte de lo sembrado en la huerta es vendido. Aunque la mayor parte queda para quienes la cultivan. Foto: Camila González.

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Para las personas que viven allí, la huerta es un respiro a la rutina del albergue, una forma de hacerle el quite al aburrimiento. El dinero que recogen de la venta de las frutas y verduras que da la huerta, va para un fondo para las emergencias de cualquiera de los que viven allí.
La huerta no sólo les cambió la vida, es una demostración de que no importa la edad, el estrato, ni las condiciones físicas para volver a vivir de la tierra de una manera sostenible y amigable con el medio ambiente.
CAMILA GONZÁLEZ Y CAMILA BERNAL
EL TIEMPO
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