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Fútbol Internacional

Bayern Múnich, de equipo de barrio a símbolo de Baviera

Bayern Múnich celebra el título de la Telekom Cup.

Bayern Múnich celebra el título de la Telekom Cup.

Foto:AFP

El equipo alemán tiene 117 años, pero su gran momento comenzó en los años 60. Allá llegó James.

El 27 de enero de 1900, cinco amigos del barrio Schwabing se reunieron, como todos los sábados, en el bar de la tía Gisela, como le decían todos, para compartir unos jarros de cerveza y comentar los últimos chismes del vecindario. La tía Gisela, una cincuentona pelirroja, entrada en carnes, trataba a sus clientes como si fueran animalitos descarriados necesitados de su protección. El apodo era perfecto. Ella era la tía maternal y malhablada del barrio entero.
Esa noche había convocado a sus ‘queridos borrachitos’, como los llamaba amorosamente, porque había llegado la hora de fundar un club del que los bávaros se sintieran orgullosos y que le hiciera contrapeso al Múnich 1860, que en cuarenta años no había podido conquistar el corazón de la gente, quizá porque todavía mantenía unas rígidas estructuras calcadas de los más rancios clubes británicos. La idea de la tía Gisela, en sus propias palabras, era “ponerle perfume de barrio al fútbol de este país”. Y es probable que haya salpicado la frase con un par de esas obscenidades que le celebraban sus clientes.
Lamentablemente, el club de la tía Gisela y sus amigos no tuvo el éxito inmediato que ellos esperaban y, durante muchísimos años, arrastró una existencia gris, batiéndose el cobre en las ignotas ligas regionales de Baviera, siempre a la sombra del Múnich 1860.
Pero en el fútbol, como en la vida de la gente, la historia se tuerce o se endereza en el momento menos pensado. En 1963 llegó al equipo ‘Tshick’ Cajkovski, un entrenador croata, francote y socarrón, de prominente barriga, que sabía llegarle al jugador con una mezcla de ternura y rigor prusiano. El padre amoroso se desdoblaba en implacable verdugo si el hijo no dejaba la piel en la cancha, bien fuera en un partido oficial o en un simple entrenamiento.
Alrededor de este singular personaje fue creciendo, en las divisiones inferiores del Bayern, una generación de futbolistas de una dimensión superior a lo que solía verse en canchas alemanas en aquel tiempo. Muchachones de bávara estirpe que se conocían desde niños, desde el día en que fueron llegando, uno a uno, de la mano de sus padres, a las puertas de aquel equipo que parecía condenado a ser un simple animador de las ligas menores.
Y con el látigo y la zanahoria de Cajkovski fueron madurando unos jovencitos llamados, a ver si se acuerdan, Sepp Maier, Schwarzenbeck, Breitner, Roth, Hoeness, Gerd Müller y un tal Franz Beckenbauer, desechado por el Múnich 1860. Diez años más tarde, los chiquilines de Caj-kovski empezaron a reescribir la historia. Además de los repetidos y sonoros triunfos que lograron con el Bayern, también conformaron la base de la Nationalmannschaft, que se coronó en 1974.
El Bayern de hoy, ciento diecisiete años después de su fundación, dispone de un presupuesto anual que sobrepasa los 200 millones de dólares, tiene el respaldo de más de mil clubes de hinchas y cuenta con una asistencia de 55.000 espectadores por partido. Pero cuenta con algo más valioso: el amor incondicional de todo un pueblo, para quien este equipo es la versión moderna de la imbatible Armada Bávara que paró en seco a Napoleón hace más de 200 años.

Crecimiento paralelo

El Bayern y la ciudad de Múnich han crecido juntos. En los días de la tía Gisela, Múnich era aún pueblerina y pintoresca. Su gran transformación tuvo lugar durante la última posguerra: sobre las verdes dehesas donde antes solo se oía el sonar de los cencerros y los mugidos de las vacas, fue emergiendo una ciudad mundana y glamorosa. Una metrópoli que le rinde culto por igual al euro y a la música de viento que infla los encarnados cachetes de los músicos de las montañas bávaras. Es probable que esa Kapellenmusik represente el último vínculo de Múnich con su pasado rural.
Múnich, desde mucho antes de la tía Gisela, siempre se ha visto a sí misma como la chica pizpireta y diferente de la cuadra. El espejo adulón donde Múnich se mira le devuelve la imagen de la más bella y glamorosa. No es una casualidad que la capital bávara sea sede de la moda y del cine. Y de los automóviles de alta gama y alta goma.
Como los catalanes en España, los bávaros se reconocen como parte de un país, pero se ven como un pueblo distinto del resto de sus compatriotas, capaz de darse sus propias leyes y de expresarse en una lengua propia. Su fuerte acento regional, con esas erres hiperbólicas que imitan los cómicos en la TV, los convierte en extranjeros dentro de su propio país. En realidad, Baviera es otro país.
Los bávaros no olvidan su pasado monárquico y saben que fuera de sus fronteras tienen más contradictores que amigos. La suya es una región autónoma y auténtica, donde la cerveza es tan pura como los manantiales alpinos porque así lo quiso el Duque de Baviera hace unos cuantos siglos. La cerveza es otra expresión nacionalista de los bávaros. Es probable que doña Gisela, detrás del mostrador de su negocio, haya presentido que el fútbol iba camino de convertirse en el mejor vehículo de las ilusiones nacionalistas de algunos pueblos. Como lo entendieron y supieron canalizarlo después Franco y Mussolini.
A James Rodríguez, en su segunda ‘nueva vida’ europea lo espera una linda ciudad, algo menos farandulera que Madrid, habitada por gente de fuertes sentimientos nacionalistas, que adora a los futbolistas con corazón, del tipo de Franck Ribery. Y un club millonario que maneja la plata con prudencia y valora las cualidades de un futbolista, siempre que estén al servicio de la eficacia.
Udo Lattek, uno de los técnicos más recordados del club, se inventó una frase que parece más un eslogan financiero que la descripción de un equipo de fútbol, pero que retrata el espíritu que reina al interior del Bayern: “Somos socios para la eficacia”.
Franz Beckenbauer fue más explícito: “Este es un equipo de gente despierta y trabajadora, así como somos los bávaros. Del arquero al último suplente somos tan disciplinados que parece que hubiéramos venido al mundo tan solo para obedecer”.
ANDRÉS SALCEDO
Para EL TIEMPO
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