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Música y Libros

El arte de escribir libros a la medida de un solo lector

Los ejes de la vida de González, de 62 años, han sido la convicción sobre la familia, la maternidad, la psicología, los niños y la escritura de libros y artículos académicos.

Los ejes de la vida de González, de 62 años, han sido la convicción sobre la familia, la maternidad, la psicología, los niños y la escritura de libros y artículos académicos.

Foto:Andrea Moreno / EL TIEMPO

Por encargo de los papás, María Isabel González escribe para niños que están por nacer.

Juan Carlos Rojas
Los libros que escribe María Isabel González jamás van a exhibirse en las vitrinas de las librerías ni van a ser pirateados para venderse en las esquinas bajo los semáforos. Nunca estarán en el ‘top ten’ de las revistas literarias ni se verán tapando las caras de viajeros anónimos en los aeropuertos o aguardando una segunda edición.
Al contrario del sueño de todo escritor de sumar miles de copias y millones de fieles lectores, lo que ella escribe va dirigido a un único lector, uno, en ediciones que no sobrepasan los diez ejemplares. Además, ese lector principal no sabe leer, pero, cuando aprenda, tendrá ese libro para releerlo toda la vida.
María Isabel es una escritora personalizada. Hace dos años arrancó el proyecto ‘Érase una vez’, una iniciativa del corazón que es al mismo tiempo una apuesta literaria, una terapia de familia y un reencuentro con los elementos que constituyeron sus apuestas de vida: la maternidad, el grupo familiar, la psicología y el trabajo por el buen trato a los niños.
En últimas, un camino para reinventarse a sí misma a los 62 años y como sobreviviente de un linfoma del manto que la atacó en el 2011 y la obligó a un trasplante de médula ese mismo año. La ilusión de que habían logrado extirparlo duró hasta el 2015, cuando constataron que el cáncer se había vuelto a instalar. En diciembre terminó la última quimioterapia en la clínica Reina Sofía, en Bogotá.

De nombres y genealogías

Los libros que escribe se llaman ‘Martín’, ‘Macarena’, ‘Joaquín’ y se hacen por encargo. Un regalo original y emotivo para recibir a los bebés que llevarán esos nombres. Por eso están escritos para un lector único, aunque también para los padres, hermanos, tíos, abuelos y primos. Ellos son los otros personajes que irán apareciendo en la historia. Contienen el relato de cada familia hasta la tercera generación hacia arriba, la de los abuelos. Todo es contado como un cuento infantil, en una charla tuteada con el futuro lector.
En la parte inicial se le anuncia al niño o a la niña que nacerá, a dónde va a llegar, a qué espacio y qué tiempo; a qué lugar del cosmos y en qué instante histórico. Luego viene una explicación sobre el nombre que va a tener, su etimología, sus simbolismos y toda su carga ancestral.
“Detrás de cada nombre –dice ella– hay miles de mensajes de los padres, pero también de las generaciones anteriores: recuerdos, expectativas, lo que los demás esperan de uno. El nombre es una marca para toda la vida, no solo por la identidad, sino por la inevitable predestinación que oculta”.
Después se cuenta la historia de las dos familias que aportaron el ADN para la criatura en camino. María Isabel se reúne con la mayoría de integrantes que estén dispuestos a hacerlo, colectivamente y de uno en uno, y reconstruye los episodios claves y las coyunturas del grupo; lo feliz y lo no tan feliz, aunque a esto último se le dé el significado de lo que ayudó a mejorar y a aprender. Con todos los datos, se sienta a escribir y, antes de mandar a imprenta, les muestra el texto para revisión final.
“Todo eso termina siendo una gran terapia grupal, porque no solo se hace memoria, sino que hasta se cuentan y discuten cosas –comenta–. He llegado a entender, por ejemplo, que en esos puntos donde me piden hacer cambios o excluir anécdotas, hay aspectos problemáticos para la familia. Y aunque no queden escritos, el ejercicio ayudó a hacer conciencia de ellos”.
Pero también hay remembranzas que se recuperan y que ella logra armar en palabras sobre aquello que todos sabían pero que, por evidente, nunca se expresó, aunque fuera la esencia de la unidad familiar. Así ocurrió con un abuelo ciego al que todos se acostumbraron a hablarle con sinónimos y onomatopeyas y a enriquecer las formas de contarle las cosas. “Hace 24 años tu abuelo no ve con los ojos –escribió en el libro de Joaquín–. Entonces los demás se acostumbraron a un mundo mágico lleno de sonidos. Se volvieron buenos para volver palabras toda cosa que ven. Esto se llama describir. No en vano, tu mamá es comunicadora”.
Cada libro es una obra de arte y un ejemplar único, con su tapa dura y su propalcote a cuatro tintas, y tiene un gran trabajo intelectual y creativo, desde las contratapas con las viñetas del animal del horóscopo chino correspondiente al año de nacimiento, hasta las ilustraciones y fotos retocadas que trabajan sus hermanas Clara María y Margarita María. También, el árbol genealógico con las caras de todos los que van a aparecer en la historia. Por todo ello, un encargo de estos puede costar varios millones de pesos.
Pensando en respetar las reglas, María Isabel decidió que cada libro debía tener su ISBN (número internacional que identifica cada publicación) y pagó los derechos en la Cámara Colombiana del Libro, de donde la llamaron un tiempo después para devolverle la plata. No era necesario registrar una obra que no pasaba de diez ejemplares y que ni siquiera iba a tener una copia en la biblioteca Luis Ángel Arango.

A recoger las claves de la vida

En este singular ejercicio de narrar para una sola persona, María Isabel González no solo encontró el proyecto para lo que le quede de vida –poco o mucho, nadie lo sabe–, sino el modo de reunir y mantener vigentes las claves que han constituido su existencia.
La primera es la convicción sobre la familia, esa que la llevó a casarse a los 16 años en Medellín, donde nació, con un político que muchos años después se convertiría en uno de los líderes más importantes del conservatismo colombiano, senador, presidente del Congreso y embajador en Italia. Hace diez años, cuando se separaron, luego de 35 años y cuatro hijos, él asumió como ministro del Interior de Álvaro Uribe y ella decidió que ya no podía más con la soledad y la escasez de amigos reales que le había dejado la política.
“Para casarme necesité el permiso de mi papá, porque la mayoría de edad era a los 21. También hubo todo un debate en el Sagrado Corazón, donde estudiaba, porque era un colegio de señoritas, no de señoras”, recuerda.
La segunda clave es la maternidad, que desde el comienzo estuvo imbricada con la psicología, la tercera clave. Cuando al esposo lo trasladaron a Bogotá para trabajar con el Instituto de Crédito Territorial (ICT), ella llevaba cuatro semestres de esa carrera, que retomó en la Javeriana en 1974. Ya había nacido su hijo mayor, Camilo, y para poder estudiar y cuidarlo ella le acondicionó unas campanitas a los cordones de los zapatos. “Cuando dejaban de sonar, había que ir a ver qué estaba ocurriendo”, explica.
Un viernes de 1977 culminó materias y el lunes siguiente nació su hija Catalina. Su matrimonio con la psicología duró más que el bendecido por un sacerdote en la parroquia Verbo Divino de Medellín. Para 1980 abrió su consultorio y lo tuvo vigente hasta diciembre del 2015, cuando lo cerró. Casi 36 años de consultas. Incluso, en los cuatro años que vivió en Roma, como esposa del embajador, decidió estudiar una maestría en la Accademia di Psicoterapia Della Famiglia. En Italia conoció a Hans Peter Knudsen, rector de la Universidad del Rosario, quien le ofreció armar el programa de psicología para ese claustro bogotano. Y allí permaneció en la decanatura desde el 2005 hasta el 2016, cuando la enfermedad la obligó a irse.
La otra clave de su vida han sido los niños, en particular la defensa de sus derechos. En los años 90 llegó a trabajar en la Asociación Afecto, liderada por Isabel Cuadros, institución que abanderó en esa década la lucha contra el maltrato infantil. Allí también le dio vida a ‘Alejo, el ángel del buen trato’, para cambiar esa concepción tradicional de que tratar bien a un menor es no golpearlo, no gritarlo, no forzarlo. Fue entonces cuando escribió el decálogo para que los niños aprendan a reconocer si Alejo está dentro de alguien o no, lo cual se nota en una sonrisa, en una caricia, en una mirada o en una palabra oportuna y bien dicha. Así lo enseñaron en talleres escolares, en un convenio en el que también estuvo EL TIEMPO.
La última clave es la escritura de libros y artículos académicos, pero sobre todo de relatos para esos locos bajitos que miran el mundo en contrapicado y tienen menos de 6 años. En 1994 decidió lanzarse con ‘Cuentos para niños grandes’, y la editorial Prolibros la secundó en esa aventura. Poco después escribió ‘La cinta de seda’ y ‘La bolsa de los suspiros’, y Libros & Libros le publicó ‘Catalina, la ranita que no se dormía temprano’, un cuento que aún se lee en primaria.
En el 2015, cuando su hija Catalina estaba embarazada, María Isabel le preguntó qué le podía dar a Martín, su futuro nieto, que no fuera de Pepe Ganga. La respuesta fue “pon en juego tu imaginación”.
Entonces, juntando todas las claves de su vida como se arrebañan las migas para llevarlas al borde y recogerlas sin que caigan al suelo, comenzó a escribir el libro ‘Martín’, un volumen que el chico va a leer en un par de años y que podrá seguir repasando hasta el siglo XXII, cuando sea un viejo, ojalá feliz.
SERGIO OCAMPO MADRID
Para EL TIEMPO
En Twitter: @ocamposer
Juan Carlos Rojas
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