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Arte y Teatro

‘La tierra crea, nos escribe, nos cuenta una historia’: Hugo Zapata

El maestro Hugo Zapata observa su obra, en el aeropuerto de Cali. También las hay en el José María Córdova, de Medellín, y en la avenida Eldorado, en Bogotá.

El maestro Hugo Zapata observa su obra, en el aeropuerto de Cali. También las hay en el José María Córdova, de Medellín, y en la avenida Eldorado, en Bogotá.

Foto:Archivo particular

Conversación con el escultor sobre su obra, con motivo de la instalación de pieza ‘Canto’ en Cali.

Maestro Hugo Zapata, ¿cómo surge la obra ‘Canto’, que enriquece y embellece el aeropuerto de Cali?
Primero miro el paisaje y los elementos que lo componen: las cordilleras —que se asemejan a samanes—, el río, la tierra oxidada. El rio Cauca —que parte el valle amorosamente— configura el horizonte de la obra. La cordillera y los samanes la completan. Las cordilleras han estado muy presentes en mi trabajo; en ellas se revela la hermandad entre el agua y la tierra.
¿Cómo relacionas esta obra con la que hay en el aeropuerto José María Córdova, de Medellín, o en la avenida Eldorado, en Bogotá?
Todas surgen de la observación del paisaje, del horizonte. Yendo de Medellín a Rionegro, empecé a mirar el entorno y vi que había unos momentos privilegiados que había que destacar. Entonces, a la manera de un camarógrafo, los encuadré en un marco gigantesco contra el cielo, y por ese marco pasan las nubes, la vida, el horizonte. En Bogotá, al divisar los cerros orientales me imaginé que estos entraban a la Sabana como entran las montañas al mar en forma de longos. Son las tres cordilleras sumergidas en la Sabana.
¿Tienen un origen común las obras para espacio público —que ha realizado principalmente en metal— y tu obra en piedra lutita ,por la cual eres reconocido?
Yo soy un observador del paisaje, de su geometría. Lo analizo y estudio, y este orienta mi obra. Las circunstancias particulares del paisaje son las que me nutren. Ahí surge tanto la obra de espacio público como la de piedra.
Pero siento que en esa forma de observar hay un ingrediente importante que es el amor tuyo por la tierra.
Sí, ¡y es un amor empecinado!
¿No es una observación científica?
No, no. Es una cosa amorosa.

Las circunstancias particulares del paisaje son las que me nutren. Ahí surge tanto la obra de espacio público como la de piedra

Hay obras tuyas que son extraordinariamente expresivas, como esa serie llamada ‘Cantos de la Tierra’; recuerdo, incluso, que la relacionabas con animales.
Con los monos aulladores. Hay una similitud en la forma como la piedra se levanta de la tierra: hay una gestualidad que termina en una boca, en una oquedad que llama al cielo y se asemeja al grito de los monos aulladores.
Eso me remite a tu serie ‘Ojos de Agua’.
Los incas traían el paisaje, las montañas, el cielo a su entorno cercano. En Machu Picchu hay rocas gigantescas que recuerdan el paisaje lejano. Traían el poder de la tierra y la bóveda celeste a su casa. Cuando pasaban por el cielo ciertas estrellas importantes, estas coincidían con la oquedad presente en las rocas y se producía una rutilancia en el ojo de agua, una luz especial. Las estrellas hablaban a través del agua en las rocas: es el instante de la siembra, ¡a sembrar, que va a llover!
Pero no siempre hay una referencia cultural en tu obra, ¿o estoy equivocado?
No. No siempre hay una referencia cultural. Los Ojos de agua nacieron al ver el reflejo inocente del cielo y los árboles en las piedras de una quebrada. Agua y vida desprovistos de cualquier referencia cultural. Fue el Maestro Édgar Negret quien me dijo: “Zapata, usted no sabe lo que tiene entre sus manos, no son solamente ojos de agua, ¡son espejos estelares en la cultura inca!”. Entonces apareció ese ingrediente cultural.
Me recuerdas que William Ospina dice que tu obra es intemporal en la medida en que nos muestras lo que hay dentro de las piedras, y se atreve a decir que son obras que NO nos llevan a dramas históricos o a eventos... Sin embargo, me llama la atención que tu obra nos conmueva de tal manera que tengamos que buscarle un ingrediente cultural, de golpe es por el momento que atraviesan el planeta y la humanidad. ¿Hay intencionalidad de algún tipo en tu obra?
No, la obra no tiene una intención, claro que... No sé... La obra que llamé Río de mercurio no es un evento gratuito. Estaba en una mina donde procesaban oro, y el mercurio salió hacia el pantano como una culebra. Después, en el viaje a Cali, vi el mismo río de mercurio: el río Cauca al atardecer. De ahí nació la obra, como un reclamo contra la barbarie y la contaminación. Es una pizarra oxidada donde ya no hay señales de vida y aparece este hilo —brillante, dramático— de mercurio.

Hay una cosa muy poética
y muy hermosa cuando encuentro
en algunas rocas un orden, una belleza,una gestualidad, una armonía, una estética. ¡Música!
La piedra suena

“Zapata saca el ser que hay dentro de la piedra… la piedra se adviene al mundo del arte…”, dice Ospina. Podríamos por lo tanto decir que si bien creas una estética a partir de la forma original de la piedra se desliza en tu obra una intencionalidad de respeto o de amor a la naturaleza.
Diría que hay primero un sentimiento, una emoción con el paisaje, con el río, con el samán, como en el caso de la obra del aeropuerto de Cali, pero luego aparece una reflexión que podría revelar una cierta intención. Hay algo que me sobrecoge del paisaje. Una cosa amorosa. Observo el paisaje respetuosamente, las cascadas, las cordilleras. Veo una cantidad de eventos en la naturaleza que me atraen, me conmueven, que en alguna medida trae a cuento mi experiencia visual. Cuando creo la serie de las Cordilleras, son esas montañas que vi sobre el cielo rojo, una tarde.
¿Qué pasa en ti y en tu obra al ver una avalancha de piedras y lodo como la que sucedió en Mocoa?
Cuando veo esa hecatombe siento la fuerza indómita de la naturaleza, el caos, el deslave. La tierra crea, nos escribe, nos cuenta una historia. Han pasado muchos eventos que la tierra nos cuenta con fuerza. Son cosas del magma primigenio. Estos deslaves son como coletazos de la tierra, son movimientos telúricos que la tierra deja marcados. Ese deslave quedará ahí eternamente como un cambio de la tierra.
Dos temas me llaman la atención: lo telúrico y el magma primigenio. Me parece que ahí hay algo profundo, ahí no está la cultura humana.
No, la cultura humana no. Es el magma el que habla, se mueve, gesta, construye paisajes. En el Macizo Guayanés, en Canaima, cuando uno mira los tepuyes te preguntas: ‘¿qué pasó?’. En Pacho, Cundinamarca, las diagonales de las cordilleras —unas puntas gigantescas— son rocas cuyo origen fue la pasividad, el estar dormidas, quietas. El polvo que llegaba se sedimentaba y creaba planos gigantescos, que se convertían en grandes lagos que luego se secaban. En millones de años, los movimientos de la tierra gestaron el paisaje, crearon grandes moles, diagonales. La tierra creó una cresta dramática que inicialmente fue quietud.
¿Entonces, la humanidad no es propietaria de lo dramático?
No. La gestualidad del magma, la ferocidad de la tierra pueden ser dramáticas, hablan, gritan. Todo eso nos conmueve. Es la voz de la tierra. A veces digo: “Antes del hombre, la tierra ya escribía”. Y me refiero a que algunas rocas tienen adentro escrituras de cuarzo. Incrustaciones de cuarzo fijadas por presiones y por cambios climáticos. Las rocas permitieron al cuarzo entrar en su interior. Abro la roca, dejo ver el cuarzo, y ahí está escrito que hubo un enfriamiento, un invierno conmovedor.
Es la tierra hablando, creando un alfabeto. Heredamos un hablar de la tierra. Antes de los pequeños objetos hechos por el hombre está el alfabeto creado por la tierra, donde uno puede leer el pasado. Antes de la tierra, nada...
Hay una cosa muy poética y muy hermosa cuando encuentro en algunas rocas un orden, una belleza, una gestualidad, una armonía, una estética. ¡Música! La piedra suena. Es un devenir del magma de la tierra, un accidente que se vuelve hermoso. En ese sentido soy esteta; cuando veo belleza en una roca, la saco a relucir y me dejo llevar y aparecen en mi obra los tepuyes, los afloramientos, los cuencos, los ecos, los vestigios...
¿Hay algo que no hayas logrado sacar de la piedra que intuiste y no lograste materializar? Te lo pregunto porque el maestro Fernando de Szyszlo decía que hay algo que él ha buscado toda la vida y ya sabe que no lo va a encontrar.
Yo siento lo mismo, y a veces me desespero. Hay algo en mi camino que no he podido decir, una cosa que no alcanzo a decir, pero que yo siento que está por ahí rondando, algo a lo cual le doy vueltas pero que no logro aprehender. Siento también que hay algo que voy a encontrar.
¿Hay ansiedad?
No, es más bien un fuego, un presentimiento. Me levanto a caminar y a mirar las rocas, y algo empieza a dibujarse en mi cabeza. De pronto encuentro por allá una roca que me atrae, la riego con la manguera y aparece algo. Ahí hay algo, por ahí suena algo. Camino a diferentes horas, en la madrugada, en la tarde, incluso en la noche, ¡siempre con la ilusión de que hay algo escondido que se va a revelar! Al final, el encuentro... ¡A veces pienso que son los duendes, los elementales, los que me guían a ese encuentro!
¿Eres como el agua, que va creando las formas de las piedras en las quebradas? ¿No es el cincel de Miguel Ángel que está buscando una forma que no es inherente a la piedra?
Me parece muy bonita la alusión que haces al agua porque es así, en cierta medida, pero soy un agua con cierta conciencia, pues a veces he soñado con una forma o una idea y de golpe encuentro la piedra que me va a permitir realizar ese sueño.
Lo interesante de hablar contigo es que cuando uno se acerca a Negret o a Ramírez Villamizar, ellos están en otra dimensión. Parten de la cultura y la razón. No es que vean un pedazo de metal y descubran algo.
Ellos están casados con algo desde antes. Yo le decía siempre a Diana, mi compañera: ‘El día que yo sepa lo que viene, ¡no me dejes levantar!’.
LUIS ÁNGEL PARRA
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