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Arte y Teatro

Fernando de Szyszlo: leyenda de la vanguardia

El maestro peruano  Fernando de Szyszlo expone su obra "Trashumantes" en la Galería Sextante.

El maestro peruano Fernando de Szyszlo expone su obra "Trashumantes" en la Galería Sextante.

Foto:Claudia Rubio / EL TIEMPO

El peruano, de 92 años, un precursor del arte abstracto de América Latina, murió en Lima.

Andrés Montenegro
El célebre artista peruano Fernando de Szyszlo y su esposa Liliana Yábar fueron hallados con heridas en la cabeza y sin signos vitales, al parecer tras un accidente doméstico. Según el diario ‘El Comercio’, todo indica que cayeron por las escaleras.
Presentamos una versión condensada de la entrevista publicada en mayo pasado por la revista ‘Bocas’, de EL TIEMPO.
Cuando Fernando de Szyszlo se marchó a París desde su natal Lima –el 19 de agosto de 1949, el mismo día de su matrimonio con su primera esposa, la poeta peruana Blanca Varela–, luego de haber hecho dos años antes su primera exposición en Perú y con la idea de gastar mensualmente noventa dólares (treinta en cigarrillos), ya formaba parte de una vanguardia que marcaría la historia cultural de América Latina.
Entre Perú y París frecuentó a personajes como Emilio Westphalen, Octavio Paz, José María Arguedas, Roberto Matta, Wilfredo Lam, Rufino Tamayo, Alejandro Obregón, Jesús Rafael Soto, Monique Fong, Julio Cortázar, Jorge Eduardo Eielson, Jorge Luis Borges, André Breton. En París vio a Faulkner en la calle. También a Pablo Neruda –uno de sus poetas héroes– y lo siguió hasta una librería en la que le preguntó al librero qué buscaba el chileno. Durante mucho tiempo pensó que iba a ser escritor.
Su primera pintura la vendió por trescientos soles en una exposición en la Galería Lima. Seis años después, en 1953, vendió uno de sus cuadros a Alfred Barr, legendario director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, para la colección privada de Nelson Rockefeller. Ese mismo cuadro, dicen, lo compró luego John Lennon en una subasta de Sotheby’s, pero él mismo no sabe dónde está. Su obra se encuentra en importantes colecciones privadas y museos como el Museo de Arte Moderno y el Guggenheim de Nueva York, el Museo de Arte de Lima, el Museo de Arte Moderno de São Paulo y el Museo de Arte Contemporáneo de Arequipa. Calcula que ha pintado unos tres mil cuadros.
Su relación con Blanca Varela fue complicada. Dice que se casaron muy jóvenes y que el carácter artístico de ambos pesaba mucho sobre la relación. Dice que sus poemas de amor son los mejores del continente y que le molesta mucho haberla hecho sufrir. Con ella tuvo dos hijos, Vicente y Lorenzo. Ambos arquitectos. Lorenzo falleció junto con otras 123 personas en 1996, en el que hasta hoy ha sido el accidente más grande de la aviación comercial peruana. Para ese entonces ya estaba casado con Liliana Yábar, Lila, su segunda y actual esposa con quien, dice, descubrió el verdadero amor.
¿Cómo fue esa primera muestra que hizo en Perú, en 1947, que significó una ruptura?
Esa exposición representó que me salí del curso de pintura que ya estaba terminando en la Universidad Católica y me puse a hacer pintura contemporánea influida por el cubismo. En 1947, el cubismo en Perú chocaba. Igual la vanguardia. Pero felizmente pasé rápidamente esa época. Descubrí la obra de Tamayo, que me ayudó a entender que se puede usar un lenguaje contemporáneo para decir cosas personales. La obra de Mario (Vargas Llosa) es eso. Sobre todo los primeros libros.

El arte tiene que perturbar, no tiene que divertir

¿Qué tiene Perú que da tantos poetas maravillosos?
Sin duda. La poesía peruana ha existido siempre. No es como la pintura. En el Perú hubo arte precolombino, el arte colonial es bueno, y con la República termina eso y se vuelve colonial la pintura. O sea, con la Independencia el arte se vuelve colonial hasta los indigenistas. Comienza el siglo XX y los indigenistas, de una manera torpe, confunden el tema peruano con el arte peruano. Entonces intentan hacer una pintura que no es académica, y ahí se abren las puertas. Pero poesía siempre hubo con los quechuas. Yo hice una serie de cuadros que expuse en Bogotá en el Museo de Arte Moderno, con Marta Traba, sobre un poema quechua que era una elegía a la muerte del inca Atahualpa. Con esa serie comencé a concretar lo que quería hacer. Por primera vez empecé a poder vivir de la pintura.
¿Qué recuerda de esa exposición con Marta Traba?
Mucho. Yo quiero tanto a Marta... Ella hizo tanto por el arte latinoamericano. Yo siempre decía: “Marta ha inventado la pintura colombiana”. Fuera de Obregón, al que yo conocía de París, todos los otros pintores eran inventados por Marta. Era una persona extraordinaria, tan generosa con el arte, tan honesta. Su preocupación política al final la perjudicó, porque dejó la crítica de arte para escribir novelas que no tenían mayor importancia, son buenas, pero ella dejó una lucha capital. Bueno, tiene razón de haberlo hecho. El final de Marta fue muy penoso para mí, y que se muriera con Ángel Rama, una persona tan estupenda. Quedamos disminuidos, sin duda, con esas dos muertes.
Dicen que en su casa siempre suena música, que lo melómano lo heredó de su padre. ¿Cómo es esa banda sonora de Fernando de Szyszlo?
Sobre todo Bach. De pronto Schubert, Beethoven y Mozart, por supuesto. Los barrocos, los románticos, Chopin, Schumann. Los modernos. No llego a la música electrónica, nunca he llegado, no he tenido tiempo, ni la paciencia. (Risas). Una vez un amigo me llevó al Carnegie Hall a ver una pieza de un músico alemán que es uno de los más modernos, que escribía partituras sin música, pero me aburrí soberanamente.
¿Por qué?
No entiendo el lenguaje. Me pareció completamente abstruso. Pero claro, llego a Schönberg, a Bartók, a Shostakóvich, pero más allá, no.

Todos los cuadros para mí siempre han sido una derrota

¿Cree que hay gente que dice eso de cierto arte?
Siempre repito una anécdota de Matisse. Una señora le dice: “Maestro, no entiendo su pintura”. Y Matisse le dice: “Señora, ¿le gustan las ostras?”. “Sí, claro”, dice ella. “¿Y entiende usted las ostras?”. No hay nada que entender, sino que sentir. Pero sí hay límites. Lo que pasa ahora en el arte contemporáneo se me escapa totalmente.
Usted ha sido muy crítico del arte contemporáneo. Por ejemplo, del tiburón en formol de Damien Hirst.
No solo de eso. En un momento dicho solamente criticaba a los contemporáneos, pero no se lo merecen ni siquiera, porque en realidad lo que hacen es expresar una sociedad que es así, frívola, banal, no le importa la gravedad. No tiene ninguna densidad en su sentimiento, en su sexo, en su amor, nada. Todo es muy banal, muy en la superficie. Entonces el arte que produce tiene que ser así para que esté de acuerdo con la realidad del mundo que habitan. Braque decía: “La ciencia está hecha para calmarnos, el arte para perturbarnos”. El arte tiene que perturbar, no tiene que divertir. A mí me indigna mucho que ahora la prensa llama a la sección cultural como ‘Ocio y Cultura’, como si la cultura fuera un producto del ocio o que si solo cuando estemos ociosos pudiéramos consumir cultura, cuando la cultura es todo, la cultura nos hizo descubrir todo.
Tal vez los momentos de recogimiento sagrado con relación al arte ya casi no existen. Pienso en los museos llenos de gente pasando rápido...
No, no existen. Les importa un comino. Hacen el sacrificio de ir a ver La Gioconda para poder decir que han visto La Gioconda, pero les importa un comino. Les da lo mismo cualquier cuadro que vean ahí, siempre y cuando tenga el mismo prestigio literario.
¿En qué momento llega esa imagen a su cabeza de esa pintura que quiere hacer y sabe que no puede?
Seguramente porque cuando llegué a París estaba en pleno apogeo el arte abstracto, había renacido. Y el arte abstracto que yo ya estaba haciendo en Lima lo encontraba muerto. Lo encontraba seco. ¿Cómo decírtelo? Todos los cuadros eran parejos. Se había perdido la sensación de lo vaporoso, de lo brillante o de lo duro o de lo líquido. Entonces empecé a copiar a Tiziano con entusiasmo. Descubrí la pintura y, sobre todo, leí a Tiziano que decía: “Svelature trenta o quaranta”. Veladuras. Un color transparente sobre otro que va modificando sutilmente el color. Y ahí descubrí mi pintura. Poco a poco descubrí mi alfabeto, mi manera de expresar.
¿Y cómo ha cambiado ese lenguaje con los años?
Muy poco ha cambiado. Lo que ha cambiado es la búsqueda. Siempre tenía un cuadro adentro que quería sacar y que no salía. O siempre he tenido. Todos los cuadros para mí siempre han sido una derrota. Me di cuenta finalmente, hará poco, de que nunca lo voy a pintar. Que toda la maravilla del problema era el desafío de buscarlo.
¿Cómo influyó en usted su tío Abraham Valdelomar y su biblioteca?
Ahí aprendí a leer. Yo era un chico asmático, no tenía buena salud, faltabamucho al colegio. Entonces estaba la biblioteca de Valdelomar y tenía un primo que también la disfrutaba, pero que al mismo tiempo compraba muchos libros. Cuando tenía doce o catorce años, yo ya había leído Verne, Dumas, y entonces ya pasé a la literatura verdadera, Dostoievski, Flaubert. Ya me quedé encerrado en la literatura para siempre. Yo creí que iba a ser escritor.
¿Cómo fue el proceso de escribir sus memorias?
Siempre he tenido adentro eso de contar. No lo que yo había experimentado, sino lo que mi generación había experimentado. Todo empezó porque tenía unos apuntes sobre Octavio Paz, a quien admiré siempre mucho.
¿Tomadas a lo largo de la vida o en el momento en que decidió escribir?
A lo largo de la vida había hecho unas notas sobre Octavio. Pero cuando Octavio se enfermó del cáncer que lo mató, me fui a verlo a México porque sabía que se iba a morir. Y entonces ahí sí escribí, al salir de la casa de Octavio. Escribí dos o tres páginas de lo que había sido ver a Octavio enfermo, sin poder hablar, escuchándome conversar con Marie-José de cosas que a él le importaban. Pero no podía salir, entonces pedía que lo sacaran, después pedía que lo volvieran a traer. Fue una cosa dramática, muy dolorosa. Ahí en el libro digo que me pareció como un león enjaulado que no podía aullar, que no podía comer, que estaba furioso de estar prisionero de su cuerpo. Porque es nuestro cuerpo el que nos mata. Yo ahora que tengo 91 años descubro eso todos los días, que el cuerpo cada vez reclama más cosas. Ese cuerpo que era tan obediente cuando tenía treinta, cuarenta años, ese cuerpo que hace lo que tú le dices: corre, salta, haz el amor, vuela, maldice lo que sea. Pero después el cuerpo va tomando más parte de tu vida, te obliga, te impide. Así es. Me imagino que si no fuera por la pintura, no habría vivido 91 años.
CAROLINA VENEGAS K.
Revista BOCAS
Andrés Montenegro
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