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Los toros, entre el patrimonio cultural y el maltrato animal

La plaza de toros de Santamaría, de Bogotá, figura en la lista de Bienes de Interés Cultural, junto con Cañaveralejo y La Serrezuela.

La plaza de toros de Santamaría, de Bogotá, figura en la lista de Bienes de Interés Cultural, junto con Cañaveralejo y La Serrezuela.

Foto:Carlos Ortega / EL TIEMPO

Deleite para unos, sevicia para otros. ¿Cómo entender el debate a la luz del patrimonio nacional?

Juan Carlos Rojas
A lo largo de su historia, varias ciudades y pueblos de Colombia han incluido las corridas de toros como una actividad importante, y algunas veces principal, dentro de sus fiestas o sus carnavales.
Sin embargo, lo que para unos constituye una festividad o una tradición digna de mantenerse para otros es un motivo de desdén o de rechazo, lo que ha venido dando pie a numerosos debates y enfrentamientos alrededor del tema.
Hace unas semanas, por los mismos días en que se inició la temporada taurina en Bogotá, las discusiones se avivaron a raíz de las declaraciones del viceministro del Interior, Luis Ernesto Gómez, en relación con el engavetamiento, por parte del Congreso, del proyecto de ley que pretende abolir las corridas de toros en Colombia.
El asunto motivó numerosas columnas de opinión a favor y en contra de los argumentos del funcionario, algunas de las cuales mencionaron de forma tangencial que la llamada ‘fiesta brava’ es patrimonio cultural.
La polémica continúa y es de esperar que cobre mayor atención a medida que se acerque el plazo establecido por la Corte Constitucional para saldar el asunto (10 de mayo del 2019). Sin embargo, conviene reflexionar sobre un par de preguntas que están abiertas: ¿es el toreo un patrimonio cultural de Colombia? ¿Qué implicaciones tendría su eventual prohibición?

¿Qué es patrimonio?

Como muestran algunos estudios sobre la evolución y la significación social del patrimonio cultural, este concepto se ha transformado con los siglos. Primero existieron algunas nociones que relacionaban el patrimonio cultural con objetos que daban prestigio a sus propietarios (joyas, ajuares funerarios e incluso botines de guerra). Luego este patrimonio hizo referencia a las construcciones emblemáticas de tiempos pretéritos (como templos, haciendas y estaciones de ferrocarril). Y finalmente la noción fue definida como el conjunto de manifestaciones de una comunidad en particular (como oficios tradicionales, lenguas y saberes musicales).
En términos generales, y desde una perspectiva integral que reconoce que el patrimonio cultural tiene dimensiones materiales e inmateriales, el patrimonio cultural puede ser definido como el conjunto de ideas, espacios (naturales o construidos), prácticas y objetos que una comunidad reconoce que son centrales para su identidad colectiva, los cuales fueron recibidos como herencia histórica y constituyen un testimonio del desarrollo y la cultura de una nación.
El uso mismo del término ‘patrimonio’ supone cierta toma de conciencia de los miembros de la comunidad que interactúan con esos elementos. No obstante, algunos de estos objetos no necesariamente son exaltados como patrimonio, pues suelen ser parte de la vida cotidiana. Esto ocurre, por ejemplo, con las cocinas tradicionales o con algunos edificios públicos que, debido a que son objetos del día a día, se naturalizan al punto de perder de vista su valor patrimonial.
Esa toma de conciencia que se da normalmente por medio de un distanciamiento momentáneo y necesario para la valoración del patrimonio, suele darse sin embargo en condiciones de amenaza física del patrimonio o a la hora de hablar de ‘lo nuestro’.
Así, las prácticas culinarias propias se reconocen cuando se llega a una ciudad distinta –como lo hacen los migrantes del Pacífico en Cali– y cuando los espacios se miran con otros ojos ante su eventual destrucción, como ocurrió cuando una parte del célebre Salón Málaga, de Medellín, se incendió y sus comensales habituales organizaron sesiones de memoria durante la reconstrucción.
En síntesis, el estatus de patrimonio cultural lo otorga primordialmente la comunidad que lo asume como tal. Desde este punto de vista, debe reconocerse que existe una comunidad, un grupo de ciudadanos colombianos que asume los diferentes elementos de la cultura taurina como parte de su patrimonio.
Ahora bien, si pensamos en las corridas de toros, se observará cómo algunos de los componentes de ese patrimonio van más allá de la corrida –que es, de por sí, profusa en significados, objetos y espacios– e incluyen concepciones muy particulares sobre la relación campo-ciudad y sobre la crianza de los animales, además de una compleja red social que durante años se ha forjado en torno al disfrute de la fiesta brava.
De ahí que, si bien es importante pensar que muchos elementos de esta cultura riñen con la postura preponderante en el mundo frente al maltrato animal, no se puede dejar de lado el valor que algunas comunidades en Colombia otorgan a las corridas de toros, como es el caso de lugares como Cundinamarca, Caldas, Boyacá, Valle y varios puntos de los Llanos Orientales y la costa Caribe.

El patrimonio se hace oficial

Si bien quienes deben reconocer el valor de su patrimonio cultural son las comunidades, existen en Colombia diversas rutas para que un conjunto de elementos llegue a recibir el estatus de patrimonio oficial para un municipio, un departamento o la nación entera.
Una de estas rutas es la de los listados de patrimonio cultural inmaterial, que suponen ejercicios colectivos de inventario y reflexión en torno a las prácticas culturales, y cuyo último aval es otorgado por la autoridad de administración cultural respectiva. El más conocido es la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial del ámbito nacional (LRPCI), que a la fecha incluye 21 manifestaciones y cuya instancia definitoria es el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural (CNPC).
En cuanto a lo material, la lista de Bienes de Interés Cultural (BIC) del ámbito nacional da cuenta de los bienes muebles e inmuebles que son considerados patrimonio cultural de la nación, proceso en el cual también interviene el CNPC para decidir qué bien cumple con las características de patrimonio. El año pasado había 1.102 bienes declarados en estas listas.
Otra ruta son las decisiones del Congreso que declaran como patrimonio cultural de la nación un elemento o conjunto de elementos, como ocurrió con el Festival Internacional de la Confraternidad Amazónica, en Leticia (Ley 1706 del 2014), o con la celebración de la Semana Santa de la parroquia Santa Gertrudis La Magna, de Envigado (Ley 1812 del 2016).
Las implicaciones de uno u otro mecanismo de oficialización del patrimonio cultural son muchas y ameritan una discusión amplia.
Sin embargo, en lo que respecta a la cultura taurina, cabe señalar una dualidad: por una parte, su dimensión material goza de cierto grado de reconocimiento oficial, pues las plazas de la Santamaría (Bogotá), Cañaveralejo (Cali) y La Serrezuela (Cartagena, hoy en desuso) figuran en el listado BIC. Sin embargo, por otro lado, toda pretensión de ingresar esta práctica a la LRPCI se encontraría con el obstáculo de que la Política de Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial rechaza de manera explícita la inscripción de manifestaciones que “fomenten la crueldad contra los animales”.

¿Qué hacer?

Tras revisar el galimatías jurídico tejido en torno al asunto, sus sentencias y antecedentes, y al ver el panorama mundial y el cambio de sensibilidad frente al tratamiento de los animales (solo ocho países mantienen el toreo como práctica abierta, de los cuales cinco son latinoamericanos y tres, europeos), es claro que más temprano que tarde las corridas de toros serán inviables, bien sea por prohibición directa o por asociación con otras reglamentaciones.
Las implicaciones de esto son muy serias, porque no se trata del fin de una etapa cualquiera. Nos guste o no, en torno a la cultura de los toros se produjeron desarrollos arquitectónicos en muchas ciudades, se tejieron relaciones sociales de relevancia para la nación (con políticos y artistas comulgando en los tendidos) y se estableció todo un complejo de referentes estéticos con ramificaciones en el vestir, la música y el sentido del ocio.
Hay una larga etapa de la historia de Colombia que está asociada con la cultura taurina, pero todo parece indicar que asistimos a sus últimos días. Ante esto, en lugar de optar por la estigmatización –y, peor aún, por la agresión física–, es urgente promover acciones de memoria y de reconstrucción histórica que nos permitan a todos reflexionar sobre los valores que estaban allí involucrados y que dieron piso al país que éramos entonces y al que hoy somos.
Lo que está en juego no es el final de las corridas, sino la oportunidad de evitar que caiga en el olvido y desaparezca de la memoria colectiva un momento relevante y extenso de la construcción de esta nación. Una nación que es de todos los colombianos, taurinos y no taurinos.
MANUEL SEVILLA*
Razón Pública
En Twitter: @castilletes
* M. A. y Ph. D. en antropología de la U. de Toronto, comunicador social de la U. del Valle y miembro del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural.
Razón Pública es un centro de pensamiento sin ánimo de lucro que busca que los mejores analistas tengan más incidencia en la toma de decisiones en Colombia.
Juan Carlos Rojas
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