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Calixto Teherán, el caminante de la Sierra Nevada de Santa Marta

Para Calixto, la Sierra Nevada de Santa Marta es su vida. "Yo soy antes que un guía, un cuidador, un protector", asegura. Fotografías: José Montenegro

Para Calixto, la Sierra Nevada de Santa Marta es su vida. "Yo soy antes que un guía, un cuidador, un protector", asegura. Fotografías: José Montenegro

Foto:José Montenegro

El hombre de 58 años vive en Palomino y es uno de los guías más experimentados de la sierra.

Hace cien años, el etnógrafo alemán Konrad Theodor Preuss, quien convivió con los indígenas koguis de la Sierra Nevada de Santa Marta y fue pionero de la antropología en Colombia, escribía lo siguiente al emprender una caminata en los alrededores de Palomino, corregimiento de La Guajira: “En dos horas se deja atrás la sabana costera con sus palmeras sueltas y su bosque bajo, y en las montañas se inicia un bosque alto, que se extiende casi hasta Pueblo Viejo. Imposible algo de tal magnificencia. El camino desmontado permitía ver el inmenso esplendor verde, pero a los lados estaba la selva, que afecta de modo muy directo el alma humana y produce un estado de ánimo solemne, como si uno estuviera a punto de participar en ese milagro que constituye el fin de la existencia...”.
Este bello fragmento, tomado de uno de sus diarios de viaje, resume de un modo poético y certero la experiencia de quien entra en contacto con el entorno natural de la Sierra, la formación montañosa litoral más alta del mundo y uno de los principales polos energéticos y espirituales de la Tierra. Sus caminos, que han visto el florecer de fascinantes culturas indígenas, también han presenciado horribles episodios de sangre y fuego, en el absurdo de una guerra que todavía tiñe de sangre y petróleo nuestros ríos. Calixto Teherán, uno de los hombres que mejor conocen esos senderos, nos guiará en el ascenso al río Cuices, a dos días de viaje desde Palomino.
Nacido en Maicao hace 58 años, Teherán convivió más de dos décadas con los indígenas y de ellos aprendió casi todo lo que sabe: memorizar caminos, cargar mulos, cocinar, curar heridas, cultivar la tierra, construir casas y, lo más importante, el respeto a la montaña. “Yo soy antes que un guía, un cuidador, un protector. La Sierra es mi vida, y yo mi vida le he entregado también a ella”, dice mientras destaja un trozo de ñame junto al fogón. Es hora del almuerzo.
Estamos en el río Mamaise, a unas dos horas de Palomino, donde hemos comenzado con el fotógrafo José Montenegro la aventura de subir a pie a la Sierra. Además de Calixto, guía principal, y de su inseparable Balín, un gozque de dos años, viajan con nosotros su sobrino Fray, aprendiz de 20 años, y dos mulos cargados a tope. Las primeras cuestas bajo el sol inclemente han sido extenuantes. Apenas hemos salido de Palomino y llego a pensar que no resistiré lo que falta. Por fortuna, mi fatalismo citadino va diluyéndose en la belleza del paisaje y, poco a poco, los pulmones agradecen el aire limpio y refrescante de la montaña. Bogotá es un estruendo lejano del que no quiero acordarme. Un chapuzón de agua helada, un almuerzo improvisado a la orilla del río y estamos listos para continuar.
–¿Cómo llegaste a Palomino? –pregunto.
–Es una larga historia porque yo nací arriba, en Maicao, y cuando mis padres murieron mi familia me mandó a Valledupar. Quedé huérfano como a los nueve años y tuve que rebuscarme la vida, hacer toda clase de trabajos. Mi papá siempre me decía: ‘mijo, haga lo que quiera, mate, robe y destruya, pero sin dañar a nadie’, así que yo seguí ese consejo de buscar lo mío honradamente. De Valledupar me fui a Venezuela, pero allá no me fue bien, fueron años difíciles. Cuando me dijeron que aquí en la Sierra había buena tierra para trabajar, me vine a probar suerte y me quedé. De eso ya han pasado más de 37 años, subiendo y bajando por estos caminos. Me hice amigo de los indígenas y ellos me vendieron una tierra allá por Manzanal. Ahí estuve 25 años, sembré café, plátano, cacao, fui arriero y aprendí mucho con los mamos. Ellos me permiten subir a la gente que quiere conocer estos paisajes.
Calixto es un tipo delgado que no pasa del metro sesenta de estatura. Los años de trabajo en el monte han esculpido cada músculo de su pequeño cuerpo. Mientras almorzamos, nos habla sobre Umandita; la expectativa va en aumento.
–Hace muchos años llevé a Andrés Hurtado, otro periodista. Él escribió un artículo y dijo que el río Cuices es el segundo río más hermoso del mundo, después de Caño Cristales. Es ahí donde los quiero llevar. Mañana en la tarde debemos llegar a Umandita, el pueblo kogui; ahí descansamos y al día siguiente subimos al Cuices, ‘El río dios’. Así lo llamó Hurtado y así lo llamo yo, es un lugar sagrado.
Separada de la cordillera de los Andes, la Sierra abarca un área estimada de 17.000 kilómetros cuadrados, entre los departamentos de La Guajira, Magdalena y Cesar. Allí nacen cerca de 36 ríos y sobrevive uno de los seis glaciares colombianos. La mala noticia es que, según el Ideam, entre 1850 y el 2010, estas cumbres han perdido el 90 por ciento de sus nieves perpetuas. A los efectos devastadores del cambio climático se suma algo peor: la posible llegada de nuevos proyectos mineros, energéticos y ambientales cuya viabilidad tiene enfrentados a los líderes espirituales de la Sierra con el Gobierno.
Y mientras en Colombia el panorama es realmente preocupante en lo que toca al futuro de la montaña sagrada, el mundo entero reconoce en ella una fuente de incalculable valor ecológico y espiritual. Declarada reserva de biósfera y patrimonio de la humanidad por la Unesco en 1979, y considerada “el entorno natural más irremplazable del mundo” por el Centro de Ecología Funcional y Evolutiva de Francia, la Sierra atrae a miles de turistas extranjeros cada año. Los colombianos, quizás temerosos, quizás más acostumbrados a los destinos de siempre en el Caribe, aún desconocen el paraíso en casa.

Ascenso a Umandita

Al retomar el camino, la espesura de la montaña revela una nueva faceta. El bosque tropical adquiere dimensiones prehistóricas, los caracolíes y las ceibas bongas se yerguen imponentes, dominando desde las alturas la belleza sobrecogedora del paisaje. El canto de rositas, chirríos, cucaracheros y cotorritas nos deleita en la más orgánica, espontánea y sublime forma de improvisación. Unos trazan la melodía, otros la contestan. Es el jazz de la naturaleza. El olor a hierba fresca y a tierra aboñigada se intensifica.
La primera jornada nos ha tomado siete horas hasta la vereda Manzanal, donde pasaremos la noche. Caminamos en silencio, embebidos en la montaña, sintiendo que a cada paso nos hacemos uno con ella. La caída del sol acentúa los colores, las formas y las sombras. Calixto aconseja a su sobrino, que lleva puesta una camiseta con el 9 de Falcao García a la espalda. Es más barranquillero que La Troja, pero hace unos años vive con su madre en Santa Marta.
Quiere aprender el oficio. Calixto lo reprende cariñosamente, lo ha notado algo distraído. Luego me ordena bajar al río.
–Anda, que te veo muy pensativo. No pienses tanto. La naturaleza se ocupa de ti, pero si tú la dejas; no le pongas barreras con la mente. Si estás cansado, baja al río, tírate en la arena. No te preocupes por la ropa, que aquí todos somos iguales. Aquí no importan ni la ropa ni el dinero. ¿Qué puedes comprar aquí? Nada puedes comprar aquí, nada. Aquí no necesitas bolsillos.
Terminada la cena, hay tiempo para conversar y relajarse un poco. La luna llena destella con intensidad. Alrededor del fuego compartimos un trago de whisky y algo de música. Al oír las primeras notas de Caramelo santo, en la voz azucarada de Ismael Rivera, Calixto hace memoria con la voz y con el cuerpo. Se para a tirar paso y canta el estribillo: “... y a ti que te gusta tanto / ay, caramelo santo...”.
–Me gusta mucho la salsa. Cuando tenía nueve o diez años y me rebuscaba la vida en Valledupar, descubrí un bar donde ponían esa música y una vez me paré a bailar entre las mesas. A la gente le hacía mucha gracia, y me regalaban para la comida; los dueños también me querían. Ahí me hacía mis pesos.
En su casa de Palomino tiene unos parlantes enormes tipo picó, y cuando está en el pueblo suele tirar salsa brava en homenaje a esos recuerdos de infancia. La primera vez que lo visité se oía En Barranquilla me quedo a varias cuadras de distancia.
Mientras recogemos los enseres y nos preparamos para dormir, lo vemos saltar, hacer acrobacias. El baile lo regresa a la niñez y él, que suele mantener una expresión neutra, no ha parado de reírse. De la salsa pasa al vallenato y entona un trozo de La creciente del Cesar, de Escalona, y otro de Cardón guajiro, del gran Leandro Díaz. Apagamos el fuego y nos arropamos en los chinchorros para evitar el frío. Un coro infatigable de ranas y cigarras nos da las buenas noches.
Al amanecer continuamos el ascenso final a Umandita, en una jornada de altibajos y dolores musculares. Aunque nos preparamos físicamente para subir a la Sierra, el calor y el cansancio van haciendo mella. El terreno se empina cada vez más y la respiración se vuelve el centro de la existencia. Balín va y viene pasándonos revista, siempre atento a los azares del camino. En lo alto de una colina, nuestro esfuerzo es recompensado con una vista majestuosa, un trago largo de agüepanela y una brisa fresca que baja por el filo de la montaña. El agotamiento pasa a un segundo plano y las piernas agradecen el descenso reparador hacia el río, donde Calixto se asegura de que comamos bien. El menú incluye arroz, lenteja, ñame, malanga, pollo y té de coca. Compartimos el almuerzo con un grupo de indígenas y continuamos con ellos hacia Umandita. El buen paso de los koguis nos ayuda a recuperar tiempo, y llegamos al caserío ya entrada la noche. Junto al fuego, celebramos al fin nuestra pequeña gran victoria. Sobre nosotros se despliega luminosa, infinita, la bóveda celeste, ofreciendo un espectáculo que intensifica esa sensación de pequeñez universal. En la Sierra todo se vuelve más grande.

El río dios

Al clarear el día, Umandita emerge como un típico asentamiento Kogui de pequeños bohíos apiñados en lo alto de la montaña. Para los indígenas, la jornada comienza muy temprano. Imposible no detener la vista en los picos nevados, que coronan el macizo a más de 5.500 m. s. n. m.
Caminamos hacia el río Cuices, a una hora del pueblo, y Calixto se detiene cada tanto a conversar con los indígenas. De no ser por él, no podríamos estar allí; se advierte en ellos una desconfianza natural hacia nosotros. Vivimos en carne propia lo que sienten los Hermanos Mayores al pisar una ciudad. No hablamos su lengua, no conocemos su territorio, somos los extraños que se visten diferente.
–Mi amistad con los indígenas es de hace muchos años y se basa en la palabra –dice Calixto– . Si les prometo algo, les cumplo. Yo les traigo cosas y ellos me permiten estar aquí. Ellos saben que yo cuido a la Sierra.
Nuestro viaje termina –o mejor comienza– a orillas del Cuices, que desciende vigoroso entre piedras colosales y pozos cristalinos. Engreída, la montaña se despliega sobre él, prodigando sus tonalidades más intensas. Cuánta razón tenía Preuss al decir que quien pisa este lugar no vuelve a ser el mismo. Lo que escapa al entendimiento nos habla ahora con claridad, desde el más profundo e íntimo silencio. Las horas por venir traerán, en el correr de esta aguas sanadoras, el don de la contemplación, allí, de pie y sin máscaras frente al espejo de la naturaleza.
MARTÍN FIERRO
Especial para EL TIEMPO
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