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Bogotá

El doctor que tuvo que ver morir a Gaitán

Momento crítico en que Gaitán era atendido por los médicos de la Clínica Central. En primer plano, de espaldas, el doctor Guerrero.

Momento crítico en que Gaitán era atendido por los médicos de la Clínica Central. En primer plano, de espaldas, el doctor Guerrero.

Foto:Foto facilitada por la familia Guerrero

El nariñense Hernando Guerrero Villota recibió herido de muerte a Jorge Eliécer. Crónica de su hija.

Diana Rincón
El 9 de abril de 1948, el médico Hernando Guerrero Villota, mi padre, se encontraba de turno en la Clínica Central de Bogotá, que estaba ubicada en pleno centro de la ciudad, en la calle 12 con 4. No había terminado de almorzar cuando fue alertado, pues acababa de llegar una urgencia: un paciente herido de gravedad. Sin pensarlo, corrió a atenderlo.
De apenas 22 años, junto con los médicos Noel Gutiérrez y Eduardo Trujillo, que se encontraban en la clínica, intentaron controlar una fuerte hemorragia cerebral para evitar que se desangrara, producto de uno de los tres disparos mortales que recibió. Le puso un apósito y un vendaje compresivo en la frente.
Los otros dos tiros se alojaron cada uno en un pulmón, provocándole una hemorragia interna que solo fue identificada luego, en la autopsia, a la cual el médico asistió poco después.
Ya para entonces, a menos de cinco minutos de haber recibido los tiros y no obstante a mantener moderados reflejos pupilares, sabían que no había nada que hacer. Sus signos vitales ya no respondían.
Pero cuál no sería su sorpresa cuando pudo reconocer que en sus manos tenía nada menos que al dirigente liberal más importante del momento, Jorge Eliécer Gaitán, a quien daban segura su victoria como futuro presidente de Colombia. Iban a ser las dos de la tarde del ingratamente recordado día.
Mientras insistían en hacer lo imposible, la noticia del atentado a Gaitán se había regado como pólvora por la radio. Sin saber a qué horas ni cómo, irrumpió abruptamente en el quirófano un individuo desconocido, y blandiendo una hoz en la mano amenazó enardecido a los médicos que lo atendían, sentenciando que, si lo dejan morir, los mataría. El desconcierto para todos fue indescriptible, pues sabían que el caudillo del pueblo estaba clínicamente muerto.
Así que, mientras su amigo personal que lo llevó a la clínica, el también médico Pedro Eliseo Cruz, salió de la sala de cirugía para asomarse a una ventana del segundo piso a anunciar el lamentable suceso, en medio de la confusión, el personal de la clínica se vio forzado a resguardar a los galenos en una pieza contigua, por temor a la reacción de los seguidores de Gaitán.
Difícil de que el doctor Guerrero, cinco años atrás, imaginara que iba a tener una responsabilidad de tan tremendas proporciones, cuando, apoyado por sus padres, decidió estudiar medicina en el Uruguay.
Saliendo de su Pasto natal, rumbo a Bogotá para tomar el avión que lo llevaría a Montevideo, hizo escala en la capital por unos días mientras completaba los papeles reglamentarios.
Pero en el sitio donde se alojaba conoció a una joven pamplonesa que le desviaría su camino. Fue amor a primera vista, y el destino sería su cómplice. Y cuando alguien le comentó que la Universidad Javeriana proyectaba abrir la facultad de Medicina, fue suficiente para que decidiera quedarse y hacer su carrera allí. ¡Mejor excusa no podía existir! Se quedó y se casaron; de eso ya van a cumplir 70 años.
Entró como residente a trabajar a la Clínica Central, una de las más prestigiosas de entonces. En marzo del 48 nació su primogénito. Y en medio de su inmensa alegría por estrenarse como padre, a escasos días de ello se vio envuelto en lo que se conocería como el Bogotazo.
A sus casi 94, aún siguen vívidos muchos de esos instantes. “Me parece estar viendo cómo ríos de gentes sin control entraban, salían, vociferaban, lloraban, lanzaban gritos desgarradores. Iban con la esperanza de que la noticia que acababan de escuchar no fuera cierta. Al corroborarla, su dolor se confundía con una rabia infinita. Salían sin rumbo fijo buscando culpables y sobre quién descargar su frustración”, recuerda.
Conscientes del momento que estaban viviendo tras la muerte del caudillo liberal, los médicos posaron, consternados, para esta foto histórica.

Conscientes del momento que estaban viviendo tras la muerte del caudillo liberal, los médicos posaron, consternados, para esta foto histórica.

Foto:Archivo / EL TIEMPO

En medio de esta confusión, mientras el cuerpo de Gaitán aún estaba tibio, rodeado por el personal médico, amigos, seguidores y curiosos, mi padre no se explica cómo de la nada surgió el destello de las cámaras de entonces, que registraron las fotos memorables que inmortalizarían la imagen del caudillo sin vida y el médico Guerrero, delante, con su bata blanca ensangrentada.
La Bogotá de entonces apenas llegaba a 600.000 habitantes, muchos con vestigios aún semirrurales. Era tradicional el uso del machete al cinto para el ejercicio de trabajos agrícolas.
Como la confrontación entre liberales y conservadores se mantenía latente desde la Guerra de los Mil Días, en una rivalidad que por lo general se dirimía en duelos a muerte, los primeros atribuyeron a los segundos la responsabilidad del asesinato de su líder y clamaron venganza.
La capital se convirtió en un campo de batalla. Los ataques se emprendieron con todo lo que tenían a la mano: machetes, cuchillos, escopetas, rifles, pistolas, hachas, según el sector social al que se perteneciera.
La población enardecida, entre la rabia y el dolor, salió desbocada a las calles, saqueando almacenes, incendiando locales y hasta el tranvía, con el que entonces contaba la ciudad.
Un número incalculable de francotiradores, apostados en los techos de las casas, disparaban sin discriminar. Las licoreras fueron asaltadas y el consumo descontrolado de alcohol agravó aún más la situación.
El caos empeoró. La ciudad fue incendiada. Los días que se vivieron luego del asesinato de Gaitán darían paso a lo que luego los historiadores denominaron la Violencia en Colombia, que apenas ahora tratamos de empezar a superar gracias a los acuerdos de paz suscritos en La Habana.
Muy pronto, el personal de la Clínica Central pasó de atender a Jorge Eliécer Gaitán a verse desbordado por miles de heridos que llegaban sin cesar. La clínica era un mar de confusión.
El lugar estaba a reventar. Llegó un momento en que, a falta de camillas, tuvieron que atender en los pasillos, en las salas de espera y hasta en el garaje.
El médico Guerrero recuerda que se acabaron las suturas, las gasas, las agujas de cirugía, los medicamentos, y había que improvisar con lo que se pudiera. Echaron mano de lo que sirviera. Incluso, alguien suministró hilos y agujas de sastres que se convirtieron en algo muy útil para las circunstancias, los cuales ensartaron en las solapas de las batas de cirugía.

Me parece estar viendo cómo ríos de gentes sin control entraban, salían, vociferaban, lloraban, lanzaban gritos desgarradores.

Fueron más de 48 horas sin descanso, en las que era imposible saber qué pasaba afuera, solo quedaba la posibilidad de apresurarse a atender sus letales efectos.
Desde eso han pasado 69 años. Mi padre, próximo a cumplir los 94, es convocado, como en cada aniversario, a relatar para los medios de comunicación una y otra vez los últimos minutos de Gaitán, y los acontecimientos que lo rodearon.
Por eso, sus hijos, desde muy pequeños, le hemos escuchado sus narraciones de historias imposibles de olvidar y grabadas en la memoria, como –según nos contaba– la de una mujer humilde que entró sin que nadie pudiera detenerla.
En su doloroso silencio solo atinó a sacar un pañuelo, que delicadamente enjuagó con la sangre de su amado líder y lo guardó como un último recuerdo de quien se había convertido en su esperanza fallida. Tras ella, otros tantos gaitanistas hicieron lo propio.
Con esa desgarradora imagen tratábamos de imaginar en qué se había transformado la Bogotá señorial.
Los incendios se multiplicaron, por lo que de repente nos vimos sin servicio eléctrico. Así que tuvimos que acudir a linternas y luego a velas. Cuando estas también se acabaron, un acucioso que apareció de la nada se ofreció a conseguir algunas. Y, en efecto, lo logró. Llegó con ellas en la mano y, una vez las entregó, se desplomó mortalmente herido. Al caer, pudimos observar que le habían dado un machetazo en la cabeza. Le volaron la mitad del cráneo, pero había alcanzado a cumplir su promesa –rememora.
Y continúa:
“Aún no salíamos del impacto de esta imagen cuando se abrió paso en medio de los incontables heridos graves, confundidos con un creciente número de cadáveres que abarrotaban la clínica, una madre que con una expresión de horror nos entregó a su pequeño hijo mal herido. En medio del shock de este y sin terminar de entender qué pasaba ni qué le sucedía, nos decía entre asombrado y curioso, como si se tratara de un juego, ‘miren, miren’, y señalaba con el dedito su pecho, del que algo esponjoso asomaba a cada respiración. Había recibido un balazo y lo que se veía era parte de su pulmón al respirar, muriendo a los pocos minutos sin darnos tiempo de atenderlo”.
En cada ocasión que, mi familia, retomábamos los sucesos del Bogotazo, buscábamos reconstruir esas imágenes, cada cual más escalofriante que la anterior.
A partir del 9 de abril de 1948, nuestro padre duró más de 36 horas de trabajar sin tregua, enfrentando la muerte ocasionada por el desafuero.
Ante la carencia de todo, debió ir a buscar medicamentos con qué seguir atendiendo una emergencia de las magnitudes que enfrentaban.
Salió en la ambulancia a un hospital cercano, a pocas cuadras del Palacio presidencial. Al pasar pudo observar que en las escaleras del Capitolio había montañas de cadáveres apilados.
Los incendios, ataques generalizados, francotiradores, la multitud enardecida sin rumbo fijo que dejaban destrozos y muerte por doquier impedían el paso de la ambulancia.
La hazaña de regresar con vida a la clínica fue posible gracias a que se apostaron en el piso de la ambulancia, esquivando disparos perdidos.
Solo entonces pudo darse una tregua de unos minutos para darle parte de tranquilidad a su joven esposa, quien, con un bebé recién nacido, se debatía en medio de la angustia por el horror que pasaba en las calles de la ciudad, sin tener noticias de la suerte de su marido, y mucho menos sin imaginar que mi padre había tenido en sus manos al moribundo líder.
Este año se cumplen 69 del magnicidio de Gaitán, y los colombianos seguimos sin terminar de reponernos de sus efectos.
El doctor Hernando Guerrero Villota cumplirá en noviembre 94 años, luego de ejercer la medicina como ortopedista ¡hasta los 91!
Pertenece a la primera promoción de médicos que se graduaron de la facultad de Medicina de la Universidad Javeriana. Trabajó durante 49 años en el Instituto Franklin Delano Roosevelt de Bogotá, del cual fue su director.
Hoy es uno de los contados médicos sobrevivientes que atendió a Gaitán.
Por muchos años, cada aniversario del 9 de abril, el médico Guerrero es entrevistado por diversos medios de comunicación.
Él vuelve a narrar esos tres días de pesadilla, siempre ayudado por su eterna compañera, Mariela, de 87 años, quien no le deja escapar detalles.
Estas y muchas más historias dramáticas de aquella fecha terrible para el país las hemos escuchado incansablemente sus cinco hijos y sus 10 nietos.
Ahora, las trasmitimos a sus 12 bisnietos, tratando de imaginar qué habría sido de Colombia si Gaitán no acude a la cita con la muerte ese viernes, que partió en dos la historia de Colombia.
Mariela Guerrero Serrano
Especial para EL TIEMPO
Diana Rincón
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