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Bogotá

El talabartero de 88 años que no se cansa de trabajar

Don Roberto Velásquez, próximo a cumplir 88 años de edad, ha dedicado casi siete décadas al “noble oficio de la talabartería”, como él lo llama.

Don Roberto Velásquez, próximo a cumplir 88 años de edad, ha dedicado casi siete décadas al “noble oficio de la talabartería”, como él lo llama.

Foto:Juan Manuel Vargas / EL TIEMPO

Don Roberto Velásquez, el ‘abuelo de los cueros’, habla de los secretos de su oficio.

Próximo a cumplir 88 años, la vida de don Roberto Velásquez Ocampo, el talabartero aún activo más antiguo de Colombia –y seguramente de otras latitudes–, depende hace 13 años de una bombona portátil de oxígeno y de la terquedad sin objeciones de asistir a su almacén, de lunes a sábado, de diez de la mañana a cinco de la tarde, “llueva, truene o relampagueé”, dice él.
“El día que usted venga y no me encuentre aquí en mi puesto, es porque estaré hospitalizado o cumpliendo a mis honras fúnebres”, explica con voz entrecortada por la fatiga quien en el sector de la marroquinería es conocido desde hace más de cuarenta años en el centro de Bogotá (carrera 8.ª con calle 16) como D’Roberto, el ‘abuelo de los cueros’.
Lo primero que se observa al ingresar al local es la cabeza de un toro de lidia: un castaño astracanado de generosas astas, con la mirada fija en el discurrir de los peatones de la carrera 8.ª, ese atisbo intimidante de los ojos postizos que los taxidermistas implantan al cornúpeta para perpetuarlo en la memoria de una tasca, una hacienda o, en este caso, de un almacén de finos artículos de cuero.
Luce don Roberto una fina chaqueta negra de paño, pantalón del mismo color y camisa blanca de cuello sanforizado, vestimenta que al patriarca antioqueño le imprime el nostálgico sello de elegancia de los caballeros a la antigua, que se disputaban las miradas de propios y extraños en los clubes de postín o en los concurridos cafés como el Aster, el Automático y el Gato Negro, en Bogotá; el Adams, El Polo y La Cigarra, en Manizales; o La Viña, el Londres y el Mora, en Medellín.
¿Siempre ha vestido así de elegante?
Por supuesto, era una norma a partir de que nos largábamos los pantalones, que era cuando cumplíamos la mayoría de edad (21 años). Ternos de paño inglés, finas camisas y corbatas. Y el calzado, ¡por Dios!, el calzado, de los mejores cueros y unos diseños de concurso.
***
Don Roberto Velásquez Ocampo cumple 88 años, 71 de ellos dedicado a lo que él llama el santo oficio de la talabartería, que aún ejerce desde el único almacén que le queda, de varios que tuvo.
¿En dónde aprendió el oficio?
El de la talabartería, viendo, observando y trabajando con los que saben. Es de la única manera como se aprende bien, porque así se adquiere algo que se ha perdido, infortunadamente, y es eso que se llama mística, y que por razón natural se debe implementar en cualquier profesión u oficio, por más humilde que sea.
Nunca pasé por una escuela o colegio, porque la tradición familiar era el trabajo como imposición. Con el tiempo y por mi cuenta, aprendí a leer y a escribir, y me fui estructurando a la par con el negocio para quedar lo mejor presentado ante la sociedad.

El de la talabartería, viendo, observando y trabajando con los que saben. Es de la única manera como se aprende bien, porque así se adquiere algo que se ha perdido

¿Y del calzado, don Roberto?, ¿cómo fue ese proceso de tecnificación?
Bueno, yo, además de todo lo que le he narrado, cuento con la virtud de ser dibujante. Eso lo aprendí de niño, cuando pintaba en retazos de tela o de papel los personajes de las tiras cómicas y las propagandas, como el indio Pielroja de los cigarrillos.
El buen zapatero tiene que ser ante todo un buen dibujante, y esa destreza se aplica para diseñar una maleta, una billetera, una chaqueta, una cartera de mujer, etc.
Me doy el lujo de ser talabartero integral, que hoy en día muy pocos hay: el que diseña, monta, corta, cose y enseña. Porque eso hace parte del apostolado: compartir los conocimientos con los que quieren aprender.
Así como a mí me enseñaron: con escuadra, compás, metro, regla y gis, que después fue reemplazado por el lápiz industrial.
¿Con quién vive ahora?
Con la última mujer y con mi hija María Elena, que tiene 28 años y es una médica veterinaria brillante. Es la niña de mis ojos. Por ella vengo todos los días al almacén, que es lo único que me queda. Solo tengo este local. No tengo apartamento, ni carro ni ninguna escritura que acredite una propiedad. No me vaya a preguntar qué hice con el usufructo de tantos años de trabajo, que mi vida ha sido como una montaña rusa: de pérdidas y ganancias, pero he disfrutado y he viajado mucho, y he sabido compartir con generosidad lo que he ganado.

No tengo apartamento, ni carro ni ninguna escritura que acredite una propiedad. No me vaya a preguntar qué hice con el usufructo de tantos años de trabajo

¿Cuánto lleva en este almacén del centro de Bogotá?
En este 2018, voy para los 38 años. Es el único almacén que quedó de una sociedad que tuve con mis hermanos, a quienes les enseñé el arte de trabajar el cuero. Abrimos dos locales en el centro, uno en Chapinero, otro en Medellín. Y al final quedó este, el de la carrera 8.ª con calle 16. Aquí empecé pagando 57 pesos de arriendo. Hoy pago 2’650.000, más la nómina de mis empleadas, más el arriendo donde vivo.
¿Cuál es para usted el mejor cuero?
Eso depende de la crianza del ganado, de los pastos, del cuidado y la atención que se le brinde. De los más cotizados, el llanero, el cordobés y el antioqueño, que comprende parte del Chocó y del Urabá. Todo en el ganado tiene servicio. Hasta el hueso se aprovecha en artesanía. La calidad tiene que ver con el salado en la primera etapa, y con la tenería, que es el oficio de despojar el pelo.
Es un proceso bien interesante que demanda saber descarnar, dividir, teñir, separar y cualificar colores, desde los más claros hasta los más oscuros, para obtener un material definitivo de óptima calidad.
¿De dónde sale el cuero más fino que ha trabajado?
Del becerro, por textura y suavidad, con el que se elaboran finas chaquetas, maletines, billeteras y zapatos. Y la cabretilla, que es la piel del cabro, óptima para confeccionar guantes y prendas femeninas.
¿Qué tal la piel del toro para trabajarla?
Por su textura, es áspera, pero se suaviza con aceites como el tanino, que se extrae del eucalipto. Lo mismo que para teñir y darle perdurabilidad. Cómo será de útil el cuero que de este se extraen sebos y aceites para su maleabilidad.
¿Cuál es para usted el zapato ideal?
El que ofrece la mejor comodidad. Es decir, el que usted, al caminar, siente como un guante. Independientemente de modelos y diseños. El cliente se siente a gusto con mi marca, porque nunca se resiente o se maltrata con lo que calza. Y porque trabajo los mejores cueros. Aquí, en mi almacén, tengo sesenta y dos modelos de artículos diseñados por mí. Yo diseño y envío a los satélites que me fabrican de años, entre ellos Guillermo Henao y Hernán Mejía, que saben respetar la fidelidad de mi autoría.
¿Cuántos pares de zapatos tiene para su uso?
Diez pares, no más.
¿Y cuál es el modelo que más le gusta?
El mocasín, por comodidad, y porque ya la edad no me permite agacharme a amarrar cordones.
¿Cuántas generaciones de clientes han pasado por su almacén?
¡Imagínese!, desde mucho antes de la maricartera y del elegante maletín Marlboro. Por aquí han pasado figuras del toreo, doña Lyda Zamora, cuando residía en Colombia; Rafael Escalona, otro usuario del mocasín, porque tenía el pie ancho; María Eugenia Dávila, fascinada con los bolsos; el exfiscal Alfonso Gómez Méndez, el actor Luis Fernando Motoa, la excongresista Claudia Blum; más recientemente, el periodista de Caracol Luis Eduardo Maldonado. La lista es larga.
Pero, como buen paisa, tendrá sus afectos por el tango...
Nací en los alrededores del edificio de Coltejer y viví en el popular barrio Antioquia, que colindaba con el aeropuerto Olaya Herrera, donde murió Gardel. Llegué a tener dos mil discos de tango, con los que un día, y por una quiebra con el negocio del cuero, abrí una cantina entre Lovaina y El Bosque, por la 72. Le puse por nombre Bar Milancito. Ponía los discos en una pianola de cinco centavos que manipulaban compadritos y parroquianos de todas las raleas. Una noche se dieron mañas de abrirla y trastearon con la pianola, los acetatos y hasta el envase de la cerveza. Y, como todos los tangos, ese fue el triste final.
***
Son las cuatro y treinta de la tarde, y don Roberto Velásquez Ocampo, el ‘abuelo de los cueros’, y el talabartero más antiguo y aún activo de Colombia, dice que, por hoy, ya es suficiente. Se acicala, se ajusta las mangueritas del oxígeno y se prepara a despejar plaza con su bombona.
“No sé si cuando salga publicado esto que tú me estás haciendo ya me haya ido de este mundo, pero, por si acaso, toma este detalle para que nunca te saquen del llavero” agrega el venerable con su exquisito sentido del humor.
En efecto, es un llavero con su marca impresa, de los cientos que entre charla y charla vive remachando sobre una tablita en el mostrador. Le pregunto a don Roberto que desde cuándo esa costumbre.
“De toda la vida. Es que las manos hay que mantenerlas ocupadas porque de lo contrario, se duermen, se les olvida lo que aprendieron”, concluye.
RICARDO RONDÓN CH.
La Pluma y La Herida
* Este reportaje, editado por EL TIEMPO, está publicado íntegro en la página La Pluma y La Herida
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