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Bocas

Valeriano Lanchas: la historia de una voz monumental

El cantante de ópera Valeriano Lanchas

El cantante de ópera Valeriano Lanchas

Foto:Ricardo Pinzón / Revista BOCAS

BOCAS habló con el cantante colombiano de ópera que hace parte de la programación del MET.

Jose Jaramillo
Sobre el piano vertical de su apartamento bogotano, Valeriano Lanchas Nalús tiene dos fotos de una misma ópera. La primera es de 1994, ataviado como el capitán de El barbero de Sevilla de Gioacchino Rossini, en el breve papel que determinó su debut absoluto en el mundo del canto, en el Teatro Colón de Bogotá.
La segunda, registrada 21 años después, en diciembre de 2015, muestra al mismo cantante, esta vez en el fundamental papel del doctor Bártolo, tutor de la inocente Rosina, plantado con confianza sobre un templo de la lírica mundial: el escenario de la Metropolitan Opera de Nueva York, conocido cariñosamente como MET. La razón de unir esas imágenes, punto de partida y de llegada de una vocación, es una: la emoción que todavía le produce ese gran salto, del inicio del sueño a la consagración profesional.
Esas imágenes son apenas una muestra del archivo que el bajo barítono bogotano, nuestro más ilustre representante en los terrenos del canto lírico nacional e internacional, ha llevado para documentar su carrera. Cuidadoso como es con las fechas, tiene contados los 92 papeles que ha asumido en diversas oportunidades y escenarios como protagonista y actor de reparto de diferentes zarzuelas, operetas y óperas en italiano, alemán, inglés, español y ruso. Al menos tres cajones de su armario se encuentran a reventar de cassettes y minidiscs con los registros de su paso por esos escenarios. Algunas de esas grabaciones las ha encontrado él mismo circulando de manera extraoficial en internet.
Tan riguroso seguimiento lo ha llevado a no olvidar las fechas claves de su vida profesional. Acaso la primera y más significativa sea la de una noche de agosto de 1982 cuando su madre lo llevó a presenciar, en el Teatro Colón de Bogotá, una función de Il matrimonio segreto de Domenico Cimarrosa, versión escénica del alemán Michel Hampe para la Fundación Ópera de Colombia. “Yo tenía seis años, pero me acuerdo incluso de cómo estaba vestido”, asegura. “Recuerdo también que el palco se abría con una llave, como si con ella se descubriera el mejor de los secretos”. Fue su madre la que le explicó que ese tablado con gente cantando que el niño no dejaba de señalar mientras decía que quería estar ahí, se llamaba escenario.
El cantante de ópera Valeriano Lanchas.

El cantante de ópera Valeriano Lanchas.

Foto:Ricardo Pinzón / Revista BOCAS

Lo que siguió ya es historia: su triunfo en el concurso Luciano Pavarotti promovido por Il Primo Tenore en 1995, sus estudios en el Curtis Institute of Music de Filadelfia, su primer lugar como solista de zarzuela en el certamen Operalia, organizado por Plácido Domingo en 2001, y su incorporación posterior al programa de Jóvenes Cantantes de la Ópera de Washington, por anuencia del propio Domingo. Y entre una cosa y otra, un camino de montajes en Los Ángeles, Barcelona, Madrid, Treviso, Bogotá, Caracas y Santiago, entre otras ciudades, que en 2015 tuvo como más reciente y añorado de los eslabones la llegada al MET.
Valeriano Lanchas tiene compromisos hasta 2021 en una agenda que incluye papeles que le son familiares como el de Don Magnífico en La Cenerentola, adaptación de Rossini en lenguaje de comedia de La cenicienta, y Dulcamara, vendedor de brebajes en El elíxir de amor de Gaetano Donizetti. También le esperan sorpresas, como el reestreno en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, de una zarzuela-fantasía basada en El sueño de una noche de verano, uno de cuyos personajes resulta ser el propio Shakespeare. “No es que tenga cada minuto del día copado”, explica. “Lo que pasa es que en este mundo, si quieres contar con un reparto soñado, hay que firmarlo todo a dos y a tres años”.
Entre una ópera y otra, Lanchas exuda más ópera. Nada le gusta más que ir a escuchar a sus colegas, tanto en sus ratos libres como en los ensayos propios. Dentro de los nuevos intereses que han tocado a su puerta se encuentra la posibilidad de asumir algún papel en un musical de estilo Broadway, a donde suele ir cuando pasa una temporada en Nueva York y logra, por un minuto, escapársele a la programación del MET. “Es que no salgo de allá ni como espectador; para qué”, dice.
El más reciente reto de Lanchas fue meterse en la piel de John Falstaff, protagonista de la comedia de Verdi basada en una obra shakesperieana, un papel que llegó para él en el momento indicado. “No lo quise hacer antes de los cuarenta, y ahora pareciera que corrí a cantarlo a mis 41”, asegura, y explica que deseaba foguearse en otros roles antes de representar al enamoradizo y obeso caballero, para así asumirlo a su aire: “A mí no me gusta el Falstaff que camina y actúa chistoso, algo en lo que caen algunos colegas”, puntualiza. “En realidad, el personaje tiene una gran dignidad, pese a la distorsionada imagen que tiene de sí mismo. Eso queda claro, por ejemplo, cuando otro personaje, Quickly, le dice: “Siete un gran seduttore”, y Falstaff responde, con toda naturalidad: “Lo so: continua”. Todo está en el libreto, no hay que ir más allá de eso”.
La presente es una charla con el actor, el cantante, el músico, el melómano y el lector irredento, un hombre cuyo talante y amor por la ópera quedan perfectamente descritos en la anotación de sus compañeras de colegio en alguno de sus anuarios, donde lo llamaron “el ‘plácido’ Valeriano”.
Cantantes de su registro, como Carlos Julio Ramírez, Luis Ángel Mera y Régulo Ramírez, nos han hecho quedar muy bien… ¿Será Colombia un país de barítonos?
No sería raro: hay tantas teorías respecto de factores que van desde la raza hasta la altura de las regiones, que supuestamente influyen en eso… Hay que ver los bajos que produce Rusia, o los tenores en Perú.
Uno oye hablar de un barítono y no deja de pensar en ese niño que soñaba con ser violinista y terminó triunfando con la viola. ¿Qué clase de cantante quería ser de niño?
¡Tenor, por supuesto! [risas]. Cuando empecé, yo cantaba arias de tenor en casa. En el cajón debe haber un cassette donde estoy cantando el aria “Celeste Aida” (de Aida, de Verdi). Luego me vino el cambio de voz y me asusté. Mi papá fue quien me salvó la vida un día en que me puso a cantar un aria de Sarastro, bajo de La flauta mágica (Mozart). Ahí comprobamos que mi registro desde ese momento iría por ahí…

La ópera es un género absolutamente vivo que no interpeló solo a los contemporáneos de Verdi.

No me lo puedo imaginar cantando a Sarastro… ¡Ese es un papel para bajo profundo!
De hecho fue el aria que llevé mi primera audición, a los 16, para ingresar a la Ópera de Colombia. Fue en el Camarín del Carmen, presidida por Gloria Zea. Me paro yo a cantar Sarastro, y Gloria dice ahí mismo: “Ah, caramba, ¡un kamikaze!”. Y bueno, al año siguiente debuté en el Teatro Colón como Fiorello y el Capitán, dos papeles pequeños de El barbero de Sevilla. Hoy miro hacia atrás y pienso: “¡Qué irresponsabilidad, yo todo chiquito cantando Sarastro a los 16!”. Ahora me lo llegan a ofrecer, y ni a bala.
Sus padres fueron determinantes en su decisión de dedicarse al canto lírico, ¿no?
Sí. En casa no había músicos profesionales, pero sí un ambiente enormemente propicio, con piano, discos, partituras… Y lo mejor es que nunca tuve lo que podríamos llamar papás-mánager: siempre respetaron mi proceso y mi vida, nunca me pusieron a cantar frente a las visitas, jamás le lagartearon a nadie una audición, siempre hubo un gran respeto.
¿Cómo recuerda a su padre?
Fue quien me enseñó a leer partitura. Era un hombre de enorme inteligencia, docente de la Universidad Nacional, hablaba 14 idiomas y tocaba holgadamente al piano piezas complejas a primera oída, como el concierto Emperador de Beethoven. Las traducciones al latín del Réquiem y del Stabat Mater con las que canto fueron hechas por él. Recuerdo el temor que yo le tenía a leer partitura, y un día, él, en su estilo muy español, me dijo: “¡Pero hombre, si son cinco líneas de mierda! ¡Qué tal fueran 5.000! Es fácil: un do aquí, otro do allá, un bemol aquí, un becuadro allá…”
Entonces fue alguien fundamental en su desarrollo…
Sí. El día que él murió yo estaba en Valencia, cantando La forza del destino [Verdi] bajo la dirección de Zubin Metha. Yo no pude venir al país a despedirlo y me pasó lo que nunca en la vida: perdí la voz. Empecé a cantar en un ensayo y sólo me salía aire. El doctor que me revisó vio que todo funcionaba y, automáticamente, preguntó si estaba pasando por algún duelo. Tuve que cancelar la primera función, me reemplazó Roberto de Candia; y aunque me sentía mejor para la segunda, el mismo Metha pidió que no la hiciera. Al final logré cantar las dos últimas, con todo el esfuerzo que implica no haberle tomado miedo a las situaciones límite, ni a la ópera, ni a Metha, ni al escenario.
Valeriano Lanchas interpretando a Falstaff en la comedia de Verdi basada en obras de Shakespeare.

Valeriano Lanchas interpretando a Falstaff en la comedia de Verdi basada en obras de Shakespeare.

Foto:Juan Diego Castillo

¿Eso no le generó una animadversión, digamos, contra ese papel?
En esta labor hay momentos complejos, pero he aprendido que lo importante es nunca conectar una mala situación con la música. Si te fue mal en un rol, no puedes cargarlo de mala energía.
¿Pero hay algún papel que haya preferido olvidar?
De antemano se sabe que hay papeles que no se pueden asumir. Yo llego a cantar a Hans Sachs, de Los maestros cantores de Nuremberg [Wagner], y voy a terminar mudo a la mitad. En otros casos me ha ocurrido, como con el Dandini de La Cenerentola [Rossini], que después de verme en video o de escucharme en la grabación, no me gusto tanto.
¿Suele escucharse, grabado, después de cantar?
Sí, y además me gusta. Hay muchos cantantes que odian oírse, y a mí en cambio me fascina. ¡Si no me gustara mi voz, entonces para qué cantaría! Obviamente me doy palo: me escucho para corregir cosas y la grabación nunca miente. A veces uno sale del escenario creyendo que no le fue tan bien o tan mal como creería, y luego el registro grabado te puede decir si estabas en lo cierto.
Hablaba usted de La Cenerentola, y es inolvidable el montaje de La Ópera de Colombia en el que participó en 2004, en Bogotá…
Un montaje legendario, el de Mapa Teatro. Los cantantes jóvenes siempre me lo preguntan porque aquí jamás se había hecho algo así. Me acuerdo de estar cantando y haciendo unas burradas espantosas, porque los personajes eran completamente traquetos: había una escena en la que salía en pantaloncitos calientes, lleno de cadenas, cabalgando sobre una lechona, poniéndole un revólver en la cabeza a otro personaje. Los papás se salían de la platea con los niños porque había escenas fuertes de droga y violencia… ¡Se suponía que iban a ver la historia de la Cenicienta!
Queda claro que no es usted enemigo de las licencias que se dan los directores escénicos contemporáneos…
No es algo que me moleste si va de la mano con el texto, pero cuando la acción dista de lo que dice la obra original, y sobre todo cuando a mí me ponen a hacer ese tipo de cosas –por ejemplo, a que me vaya cuando el libreto original dice “siéntese”–, eso sí que no me gusta. El ego del director escénico no puede nunca pasar por encima de la música ni de la obra.
Supongo que como espectador, de pequeño, le tocaron óperas con montajes muy tradicionales…
No, no todo. La producción de Rigoletto [Verdi] en 1982, de Billy Decker para La Ópera de Colombia, era modernísima: los cantantes vestidos de cuero negro caminando sobre un gran espejo... De hecho, y es curioso, ése fue mi primer contacto con esa ópera. Luego la vi en betamax en una versión tradicional del MET, con Pavarotti, y me dije: “¡Qué Rigoletto tan raro éste del video!”

A mí me encanta lo absurdo y enrevesado de la ópera, que es todo lo contrario a la vida.

Igual eran otros tiempos…
¡Ah, eso sí! Ojalá en ese entonces hubiera tenido la oportunidad de haber ido a cine a ver ópera, que es algo que hoy hago y que adoro. Me hubiera enloquecido de chiquito. A mí me tocaba ir a la biblioteca a buscar los libretos, con los compañeros nos copiábamos en cassette los discos. Hoy todo está a la mano, pero agradezco que no fuera así en mi período de formación porque mi imaginación se vio muy bien alimentada.
¿La radio le resultó importante en ese proceso?
Mucho. Yo recibía el boletín mensual de la HJCK y me programaba a la hora en que transmitían óperas; las iba escuchando mientras leía los argumentos en El libro rojo de la ópera, una publicación de 1924 que estaba en casa, y lo demás me lo tenía que imaginar. En la HJUT, la emisora de la universidad Jorge Tadeo Lozano, había un programa llamado A la carta, al que los oyentes llamaban a solicitar obras y les daban el crédito. Un día llamé a pedir el Capriccio sinfónico de Puccini, que sonó “a petición del oyente Valeriano Lanchas”. Yo tenía como 13 años. ¡Fue la primera vez que me nombraban en una radio clásica! Yo obviamente soñaba con el día en que pasaran una grabación mía. Adoro el sonido de la radio y siempre pido que me graben los programas en los que voy a salir.
¿Qué es lo que más le gusta de la ópera?
A mí me encanta lo absurdo y enrevesado de la ópera, que es todo lo contrario a la vida. Además, es un arte que sigue tomando las cosas de hoy y la gente reacciona. Yo fui testigo del estreno en el MET de La muerte de Klinghoffer [John Adams], ópera contemporánea sobre la historia real del secuestro de un crucero por palestinos que asesinan a un ciudadano israelí. En la puerta del teatro había protestas, y policía a lado y lado del escenario. Eso sólo quiere decir que la ópera es un género absolutamente vivo y que no interpeló solo a los contemporáneos de Verdi.
¿Y qué es lo mejor que le ha dado la ópera?
Por una parte, el haber conocido buena parte del mundo. Si no fuera por la ópera no saldría ni la esquina porque soy Cáncer y soy muy runcho. Por otra parte, me ha permitido alternar con gente que en muchos casos, más allá de sus calidades artísticas, son magníficos seres humanos.
¿Alguien en particular?
Plácido Domingo es el ejemplo del gran ser humano. Se merece todo lo que ha tenido en vida, que no ha sido poco. Lo conocí hace 16 años, en 2001, en el concurso Operalia. Yo había llegado a la final en zarzuela e iba a cantar un aria de La Gran Vía [Chueca y Valverde]; y el día del ensayo, con orquesta dirigida por Plácido, él dio la entrada pero sonó otra cosa. Pasó que desde Madrid, a donde se pidieron las partituras, enviaron un aria de soprano y no la de bajo. Un ensayo de esos es muy caro, así que Plácido mandó a pasar al siguiente participante y yo me senté en el pasillo. Ahí empecé a respirar entrecortado para no ponerme a llorar. Cuando acabó el ensayo, Plácido se sentó a mi lado y me dijo: “Tranquilo, voy a mandar a sacar un piano al escenario, voy a explicar lo que pasó y te voy a acompañar yo mismo en el piano”. Finalmente, en el archivo de un conocido suyo en Nueva York, apareció la partitura, pero igual ahí estaba Plácido, preocupado por ese niño, cuadrándolo todo para no dejarme botado.
El cantante de ópera Valeriano Lanchas

El cantante de ópera Valeriano Lanchas

Foto:Ricardo Pinzón / Revista BOCAS

No es lo que se oye tradicionalmente de los cantantes de ópera, que siempre se tienen como unos divos insufribles…
Eso ha cambiado diametralmente. El mal comportamiento o las ínfulas son inadmisibles. En los teatros grandes, sobre todo en los Estados Unidos, maltratar a alguien te cierra las puertas. Pide que te tengan ochenta toallas en el camerino y vas a ver cómo se te ríen en la cara. Nunca ves un trago en la trasescena, ni siquiera champaña; y si pillas a un colega tomando, queda en el ambiente la idea de que tiene problemas con la bebida. De repente, si tenemos que pasar mucho tiempo en un teatro nos dejan agua, gaseosa, unos quesos o un sándwiche, pero nada más. Y en el escenario, cuando hay un brindis como el de La Traviata [Verdi], sirven es una gaseosa rancia de utilería.
Entonces, ¿no ha sido intimidante alternar con aquellos figurones?
No, al contrario: eso me da una enorme seguridad. Lo constaté más chiquito, cuando me paré al lado de Pavarotti a cantar y, al contrario de darme nervios, eso me subió la autoestima: “Por algo estaré aquí”, me dije. Las grandes vacas sagradas me dan seguridad. Lo que me da temor es pararme con alguien inseguro musicalmente, o que no pueda salir fácilmente de un problema cuando ya estamos metidos en la escena.
¿Ha sufrido usted esa inseguridad?
A veces había susto cuando la técnica no me era tan sólida como hoy, pero cuando se consigue alguna experiencia, se sabe que pueden ocurrir problemas cuya resolución no está en manos de uno. Un gallo puede salírsele a cualquiera; jovencito me parecía una tragedia, ahora no me preocupa. James Levine dice que la perfección solamente es inherente a las funciones mediocres. Una función de ópera ideal siempre está transitando por un borde en el que todo puede ser un desastre.
Entonces, ¿problemas como cuáles?
Por ejemplo, el olvido de un texto, o saltarse una parte y no poderte apoyar en quien te acompaña en la escena. El día de la transmisión de El Barbero en inglés, en el MET, en un recitativo largo que hay entre Bártolo, mi personaje, y Rosina, que lo hacía la mezzosoprano Isabelle Leonard, me salté directo a la segunda parte. En el momento no se notó, pero si seguía cantando esas líneas, la música iba a dejar de cuadrar en determinado momento. Ella se dio cuenta e hizo un brinco perfecto en su texto para que la continuidad cuadrara. Y a mí también me ha tocado salvarle el pellejo a uno que otro compañero: alguna vez que pude hacer eso por un colega, un cantante famoso al que respeto y admiro mucho, al cierre de la función me abrazó y me dijo: “Eres un animal de escenario”.
¿Y el público ayuda en esa sensación?
Cuando has pasado tres horas de tu vida cantando, la alegría que da el aplauso no es de ego, sino algo verdaderamente físico, un intercambio de energía. He recopilado información para escribir algún día un ensayo sobre el aplauso. Los monos aplauden, por ejemplo, porque aplaudir genera energía, como el frotar dos palos. Y es algo que tú sientes. Antiguamente había cantores que interrumpían las escenas para agradecer una ovación después del aria; ahora eso ya no se puede, hay que recibir el aplauso quietecito. He tenido episodios cantando obras para cantante y piano como El viaje de invierno [Schubert] en las que el público aplaude entre movimientos; pero por respeto yo me quedo quieto. Regañar al público es una cosa atroz, jamás se debe hacer.

Un gallo puede salírsele a cualquiera; jovencito me parecía una tragedia.

¿Qué hay de los nervios? ¿Son una constante?
Yo creía que cada vez iba a sentir menos nervios, que iba a ser una evolución en línea recta, pero no, definitivamente depende del papel, del sitio… Me acuerdo del susto de la primera vez en el Colón y cómo luego me dije: “Pase lo que pase, ya canté una ópera en la vida”. En el debut en el MET sentí exactamente lo mismo: le di un beso al telón y esperé la obertura, luego escucho el motor que levanta el telón, siento la temperatura de la sala… Me dio una gran emoción, pero también terror de pensar que ya no me podía escapar. En el MET he sentido siempre una presión extra, no vamos a decir que cada escenario es igual.
¿Cómo son sus ratos de ocio en temporada?
Este verano, que tuve compromisos en tres ciudades de España, me llevé a mi mamá de paseo; ella es muy buena compañera de viaje. Muy rara vez voy a comer o hago vida social con los otros cantantes; y no por rabioso o por rancio, sino porque tengo muy clara la división entre amigo y colega. A ambas palabras les tengo mucho respeto y por eso no las mezclo.
¿Quiénes son sus amigos?
Los amigos son los del colegio, los que han ido llegando, los heredados de la familia, que es gente mayor que era amiga de mis papás... Personas ante quienes nunca he necesitado hacer nada especial para que fueran mis amigos, más allá de ser yo mismo.
¿En qué ocupa los ratos libres?
Me fascina estar solo y encerrado. Tengo todo en mi casa para leer, estudiar, ver… En soledad me las apaño bien. Hay temporadas en que me puedo quedar hasta quince días aquí adentro, escuchando a Tom Waits, a David Bowie, y siguiendo su música en la partitura. Me encanta leer, además. Desde chiquito he sido un ratón de biblioteca. Tengo mucha literatura latinoamericana. De mis escritores favoritos, que son Cortázar, Vargas Llosa y García Márquez, lo tengo todo. Y me encanta comprar ediciones antiguas. Hace rato que no voy a librerías convencionales, sino solo de viejo. Acabo de conseguir en Barcelona un par de libros de José Donoso autografiados.
¿Cómo le va con las redes sociales?
No tengo ni Twitter, ni Facebook, ni nada de eso. Y me cuido mucho de aparecer en las redes ajenas. Si alguien abusa de mi confianza con eso, me enfurezco, eso para mí es delicadísimo. Tampoco tengo Whatsapp. Yo soy de la época en la que los teléfonos eran para hablar y en la que había una cosa específica para cada necesidad: la grabadora, para grabar; la cámara, para hacer fotos…, no venía todo en uno y no me gusta tenerlo todo en uno.
El cantante de ópera Valeriano Lanchas

El cantante de ópera Valeriano Lanchas

Foto:Ricardo Pinzón / Revista BOCAS

Como primera figura del canto lírico en Colombia es inevitable haberlo visto cantar en actos protocolarios. ¿Cómo le va con eso?
Soy muy cuidadoso ahora con esas cosas. He tratado de hacerlo en eventos que no son políticos, como el Congreso Iberoamericano de la Lengua, porque estaban García Márquez, Carlos Fuentes y grandes escritores más. Cuando canté en la primera posesión presidencial de Juan Manuel Santos, lo hice por un tema personal: resulta que alguna vez coincidimos en alguna reunión social de un amigo mutuo, en época en la que ni siquiera se había lanzado como candidato. Alguno de los presentes me sugirió que cantara algo, y yo por evitarlo dije: “¡Pero será en la posesión de Juan Manuel!”. Al día siguiente de haber ganado llamó a cobrarme [risas]. Pero eso fue todo: lo de los himnos, se acabó.
¿Es decir que no va a volver a cantar el himno Nacional en eventos públicos?
No. A menos que Humberto de la Calle gane las elecciones [risas].
¿Qué le ha dado la edad?
Una pregunta que siempre me hacían era: “¿Qué hace un chino tan chiquito cantando ópera?”. Y, bueno, ya no la hacen porque ya no soy chiquito. Desde hace rato me hice el propósito de no volver a usar jean y camisetas raras o chistosas después de los cuarenta; y lo he cumplido, básicamente porque son cosas que ya no aportan a una imagen. No me gusta que los medios o la gente se agarren de eso para decir que soy “un bacán en la ópera”, porque eso es ligereza. Yo creo que nunca se deja de aprender y van apareciendo más herramientas y, claro, más dificultades. Queda, eso sí, la responsabilidad, que va creciendo.
¿Cómo la asume?
Llegando a los ensayos a tiempo y con el papel completamente aprendido. Más allá de la técnica, con esas dos reglas vas a poder hacer carrera. Cuando llegas tarde, aparte del incordio, haces gastar dinero a la organización, y si no te sabes tu rol, friegas a todo el mundo. Puedes cantar como un ruiseñor, pero si incumples con eso, se te acabó la carrera. Entre teatros, además, esas cosas se van sabiendo, es información que circula entre colegas como si se tratara de la deep web…
¿Cumple con eso siempre?
¡Claro que sí! Durante la visita del papa me habían invitado a cantar para él en otra ciudad, justo cuando en la misma noche tenía en Bogotá la Novena Sinfonía, de Beethoven, mi absoluta prioridad desde hacía meses. Puede ser que alcanzara a cumplir con las dos cosas y tal vez hace unos años me hubiera duplicado, pero hoy ya no me voy a someter a la tensión ni al riesgo. Hay teatros de ópera en los que, por contrato, por ejemplo, no puedes poner en riesgo tu salud, te joden si llegas a agriparte por irresponsable. Si me hubiera puesto a pendejear en la vida, hoy no estaría en el MET.
¿Hasta cuándo se imagina cantando?
La vida útil de un cantor depende de la técnica y de la elección del repertorio correcto. Es probable que en cierto momento no pueda volver a cantar Falstaff, pero sí papeles adultos como Benoit, de La Bohéme [Puccini], o el sacristán de Tosca [Puccini]. Y eso lo podría hacer hasta que la salud y las ganas me den. Por lo último no me preocupo, porque cada vez me enamoro más de pararme en un escenario. Esa mística y esa emoción se van acrecentando y siempre que estoy en una trascescena me digo: “¡Cómo amo estar aquí!”.
JAIME ANDRÉS MONSALVE
FOTOGRAFÍA RICARDO PINZÓN
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 67 - SEPTIEMBRE 2017
La monumental voz de Valeriano Lanchas
Por Jaime Andrés Monsalve
Fotografía Ricardo Pinzón

La monumental voz de Valeriano Lanchas Por Jaime Andrés Monsalve Fotografía Ricardo Pinzón

Foto:Revista BOCAS

Jose Jaramillo
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