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Bocas

Carta abierta a las balas perdidas

Desde BOCAS le dirigimos estas palabras a las personas que hacen disparos al aire. 

Diana Estrella
El pasado 20 de abril del 2018, en el municipio de Soledad (Atlántico), murió Arlyn Sofía, una niña de dos años de edad, sobrina segunda del jugador de la selección Colombia Teófilo Gutiérrez, cuando jugaba frente a su casa. Fue impactada por una bala perdida.
Lamentablemente, una vez más, la salvaje “tradición” que durante décadas han cultivado los colombianos –lanzar tiros al aire–, cobró la vida de otro colombiano: esta vez una bebé.
Una abominable costumbre que, lejos del conflicto armado y de la delincuencia común, también acompaña agasajos como recibir el año nuevo, festejar el título de un equipo de fútbol o, incluso, celebrar el cumpleaños de un niño.
Según el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac) –una de las pocas organizaciones que tiene estadísticas sobre este problema– entre 1990 y 2017, al menos 1.565 personas han sido víctimas de este tipo de incidentes y 675 de ellas perdieron la vida. Y la cifra sigue creciendo.
Es por eso que BOCAS, con esta carta, quiere llamar la atención sobre un fenómeno tan absurdo como fatal que, para colmo, cobra en su mayoría las vidas de nuestros niños.
Lo primero que hay que aclarar es ¿por qué son tan peligrosos los disparos al aire? A ver: la bala de un revólver puede alcanzar una velocidad de 1079 km/h. Dependiendo del ángulo de disparo, el proyectil puede llegar a una altura de 2,200 metros y bajar a una velocidad de 327 km/h, suficiente para herir fatalmente a una persona, así se encuentre a varios kilómetros de distancia. Esto no es como la pólvora que explota en el cielo y ya. No, la bala cae hasta que encuentra un destino.
¡Pero, ojo!, el mayor causante de estas tragedias por balas perdidas no son los tiros al aire para celebrar. Estos episodios constituyeron el 6 por ciento de los casos en el 2017. El otro gran causante son las acciones sicariales y los enfrentamientos entre pandillas y grupos delincuenciales. Sus balas no distinguen a sus víctimas.
A Matías Moisés, de un año y siete meses, y a Arlyn Sofía, de dos años, la muerte les llegó con pocas horas de diferencia. Los dos vivían en Soledad, Atlántico, los dos murieron por culpa de balas perdidas. A Arlyn, familiar de Teófilo Gutiérrez, la impactó una bala de las muchas que disparó un sicario contra una mujer que iba en un motocarro. El año pasado el 23 % de las víctimas estuvieron relacionadas con estas acciones sicariales.
El 29 de septiembre de 2017, Carolina Bravo, de 37 años, atendía su puesto de venta callejera junto a su hija, de 13 años, en Cali. A las 7 de la noche, un enfrentamiento entre pandillas, que se disputaban el control del microtráfico en una zona oriental de Cali, provocó la muerte de las dos mujeres que fueron alcanzadas por los proyectiles.
El 31 por ciento de las víctimas por balas perdidas en el 2017 están asociadas a este tipo de enfrentamientos. Cali es la ciudad más afectada. Las ciudades que le siguen en víctimas por balas perdidas son Medellín, Barranquilla, Bogotá y Cartagena.
Las cifras se vuelven más escandalosas si se tiene en cuenta que entre 1990 y 2017, el 53 por ciento del total de las víctimas fueron menores de edad.
Luis Alonso Colmenares, el papá de Luis Andrés Colmenares, le contó a BOCAS, en marzo del 2017, cómo un 31 de diciembre se dio cuenta de que a su hermano lo había alcanzado una bala perdida en la cama de su casa: “Pedí que prendieran la luz y lo vi sangrando. Agonizando ya. La bala entró por el techo de zinc. Es el tema de las leyes de la física: con la misma velocidad que sube, baja.”, recordó Colmenares. Según el Cerac, el 23 % de todos los casos registrados de víctimas por balas perdidas en los últimos siete años ocurrieron durante diciembre y enero.
La lista de testimonios y víctimas podría seguir creciendo, algo que no se puede decir de la identificación de los victimarios. La impunidad en estos casos es aterradora. Desde el 2011, cuando se modificó el Código Penal y se estableció como delito disparar sin necesidad –con castigo de cárcel de 1 a 5 años–, las cifras aumentaron sin identificación del causante. En el 37 por ciento de los casos se desconoce a los responsables y en los últimos 6 años solo se ha capturado al 12 por ciento de los que apretaron el gatillo.
A la impunidad se le suma que la Policía dejó de diferenciar estos casos en sus estadísticas sobre muertes y lesiones personales. La falta de información y la falta de denuncias, en muchos casos por miedo, hacen que sea más difícil solucionar el problema.
La solución del Gobierno, si es que se puede llamar así, fue presentar el año pasado un proyecto de ley para reformar la política criminal y penitenciaria del país. Uno de los puntos es la despenalización de los disparos al aire. El argumento del Gobierno es que esto permitirá a la Fiscalía General de la Nación concentrarse en “otras conductas criminales, más lesivas y complejas”. Otra bala perdida.
Entre todo este panorama tan peligroso cabe resaltar que un 88 por ciento de las víctimas por balas perdidas recibieron atención médica, según el Cerac.
Por supuesto, el problema de las balas perdidas nos tiene que llevar a una reflexión sobre el manejo de las armas por la sociedad civil. ¿Alguien sabe cuántas armas hay entre las población civil? ¿Cuántas armas hay en el mercado negro?
Pero sobre todo, la pregunta fundamental: ¿hasta cuándo vamos a dejar de agarrarnos a tiros en Colombia?
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 73 - ABRIL 2018
Diana Estrella
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