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El drama de la mamá de los Vives

Los días de Rosita Lacouture de Vives empiezan y terminan con una oración. En las noches pone bajo su almohada el rosario con el que acaba de rezar cincuenta avemarías. En las mañanas, cuando abre los ojos, lo saca y lo estrecha entre sus manos. Su casa, en Santa Marta, tiene imágenes religiosas en cada rincón. El viernes pasado rezó más de lo habitual: ese día su hijo Mauricio cumplió un mes de muerto. La fe ha sido el bastón en el que ella se ha apoyado para ganarle al dolor.

Hace una semana Rosita le envió una carta al presidente Álvaro Uribe en la
que hacía un recuento de los asesinatos y secuestros que han perseguido a su
familia. Fue el sufrimiento de una madre el que escribía. Relataba el
asesinato de su hijo mayor, José Benito Vives Lacouture, en 1997; el
asesinato de José Wilfrido Vives, sobrino de su esposo; el secuestro de su
sobrino Carlos Miguel Vives; el secuestro y muerte de su hijo Mauricio; y el
dolor por la ausencia de su hijo, el senador Luis Eduardo Vives, detenido en
La Picota vinculado a la parapolítica.
“La injusticia y el crimen parecen ensañarse en contra de nuestra estirpe
–dice la matrona de una de las familias más tradicionales de la Costa
Atlántica–. La pérdida de mis hijos, mis dos nueras viudas y mis seis nietos
huérfanos, uno de los cuales no tuvo el derecho de conocer a su padre, es
una realidad que afronto con ayuda del Todopoderoso".
Rosita aprieta una medalla de La Milagrosa y dice:
–La tristeza que tengo sobrepasa lo humano. Me están acabando la familia.
La cadena trágica
Hasta 1993 recuerda una vida tranquila, junto a su esposo, José Benito
Vives Campo, y sus diez hijos, clan dedicado a la agricultura y la industria
en el Magdalena. Rosita se casó a los 23 años y cuenta que se dedicó día a
día a sus hijos. Mientras su esposo trabajaba, ella hacía las veces de papá
y mamá. “Dios me había entregado mucha felicidad”. Pero en 1993 la familia
entregó el primer muerto: José Wilfrido Vives, sobrino y mano derecha de su
esposo, fue asesinado en un intento de secuestro.
Cuatro años después, Rosita debió enterrar a su hijo mayor, José Benito
Vives Lacouture. Él acababa de volver al país (había salido por tres
tentativas de secuestro) debido a la muerte de su padre. Decidió regresar a
manejar los negocios familiares. Poco después de volver, fue asesinado en
otro intento de secuestro.
–Cuando me avisaron de su muerte, me desplomé. Sentí un dolor en el pecho y
un frío horrible me cubrió el cuerpo. Era el hijo más apegado a mí.
Las tragedias familiares siguieron en el 2000. Su sobrino Carlos Miguel
Vives, sordomudo desde niño producto de una meningitis, fue secuestrado
cuando iba a una terapia. Tenía 44 años y hasta el momento no saben de él.
La incertidumbre ha sido lo más duro. A pesar del dolor por su hijo mayor
muerto, a él lo vio y pudo abrazar su cuerpo. A Mauricio no pudo verlo más.
Mauricio Ernesto Vives, su penúltimo hijo, fue secuestrado el 8 de noviembre
del 2005. El día anterior había cumplido 40 años y lo había celebrado junto
a su mamá. Primero le dijeron a la familia que lo tenían las autodefensas,
luego confirmaron que estaba en manos del ELN. El pasado 22 de mayo, tras un
enfrentamiento del Ejército con el grupo guerrillero, Mauricio murió. Su
identificación no fue inmediata. El reporte habló de “un guerrillero NN
muerto en el operativo” y fue enterraron en una fosa común. Después vino a
confirmarse que el NN era Mauricio. La medalla de La Milagrosa que su mamá
le había regalado ayudó al reconocimiento del cuerpo.
–Eso me reconforta– dice–. La Virgen lo acompañaba. Yo quería verlo,
despedirme, sin importar en qué condiciones estaba, pero no me dejaron.
Hasta el día en que le confirmaron la muerte de Mauricio, ella pensaba que
había regresado cada vez que sonaba la puerta de su casa. “Esa gente no
tiene corazón –afirma sobre los victimarios–. Será que no tienen mamás ni
hijos”.
De labios para afuera, Rosita muestra fortaleza. No quiere preocupar a
nadie. “Me desahogo sola. Cuando me estoy bañando, lloro y grito. Perder un
hijo es un dolor que no se supera con nada”. Cada mañana sus hijos pasan a
visitarla. Cada noche, alguno de sus 34 nietos la acompaña. No puede dormir
sola. Hay días que permanece durante más de siete horas en su mecedora sin
hablar ni comer. Ha bajado más de 14 kilos en el último año.
–Nadie sabe lo que yo he pasado– dice en voz baja.
En su habitación, donde suele guardarse y llorar, tiene una colección de
camándulas que repasa con algo de alegría. También, una foto de su nieto
menor, Sebastián, que cumplió un año el día que su papá fue asesinado. No
siente odio por quienes secuestraron y mataron a sus hijos. “Pido a Dios que
los perdone”.
Su cumpleaños 75, el pasado 25 de mayo, lo vivió en la La Picota. Llevaba
diez años sin venir a Bogotá. La altura le sienta mal porque sufre de
hipertensión. Pero viajó a visitar a su hijo Luis Eduardo.
–Nunca había entrado a una cárcel. Hoy lo que más me duele es tener a Lucho
allá (en ‘la finca’, como dice, para no nombrar ‘la cárcel’). Si un hijo mío
comete una falta, que lo metan preso. Pero él no es un bandido. Él es
inocente.
Vuelve a apretar la medalla en su pecho. Reza y espera saber la verdad sobre
la muerte de Mauricio. Reza y confía en que su hijo pronto estará libre.
Pide a Dios fortaleza. Si se rinde, su clan se desbarata. Ella lo sabe y por
eso resiste.
DOLOR DE MADRE
‘‘La tristeza que tengo sobrepasa lo humano. El dolor de perder un
hijo no se supera con nada”.
Rosita Lacouture de Vives.
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