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Las reformas electorales

Con justificada razón, los escándalos de la ‘parapolítica’ han acaparado
buena parte del debate de opinión. Es por ello paradójico que el proyecto
legislativo que busca “prevenir la injerencia de los factores
delincuenciales en los procesos electorales” siga su curso en el Congreso en
medio de tanta indiferencia. Quizá no deba sorprender. Es común que las
discusiones sobre leyes electorales no despierten entusiasmo más allá de los
círculos políticos. O de algunos académicos. Reina, además, el escepticismo
frente a los efectos de las leyes en las costumbres políticas. Y, claro, los
escándalos son más llamativos que las ponencias en el Congreso.
Lo cierto es que el país regresará a las urnas en octubre para elegir
autoridades municipales y departamentales. Sus resultados definirán la
suerte de las administraciones locales y condicionarán el escenario para las
elecciones nacionales del 2010. Serán, pues, de enorme significado, sobre
todo cuando penden tan serios interrogantes sobre los niveles de penetración
mafiosa en nuestro sistema político. Corresponde al poder judicial
determinar las verdaderas dimensiones del problema. Pero corresponderá al
electorado decidir, una vez más, en manos de quién deposita el destino de
los gobiernos regionales.
Subrayar la importancia de las elecciones de octubre y de contar con un
marco legal y garantías apropiadas es obvio. Pero necesario. Más aún cuando
la opinión pública parecería ignorar que desde el 27 de marzo se radicó en
la Cámara un proyecto de ley con el fin de blindar el proceso electoral
frente a los criminales. Desde entonces, las noticias sobre el mismo han
sido escasas. Y las últimas nos informan, según Semana, que al proyecto se
le está acabando el tiempo para su trámite y no alcanzaría a regir para las
próximas elecciones.
El paquete legislativo inicial incluyó el reconocimiento de anticipos
financieros a los partidos, la asignación de mayores responsabilidades a los
partidos en la selección de candidatos y de mayores poderes a las
autoridades electorales, o la ampliación de sanciones para los partidos. No
todas las medidas parecen apuntar contra el problema, como el voto
obligatorio –añadido posteriormente, con la pobre argumentación que siempre
le acompaña en sus reapariciones en la agenda parlamentaria–. ¿Contiene este
proyecto la respuesta legal apropiada para hacerles frente a tan graves
amenazas contra el proceso democrático?
Por supuesto que cualquier legislación es insuficiente sin voluntad
política. En este caso, el papel de los partidos es fundamental. Un “pacto
de transparencia”, como el firmado por los partidos que apoyan al Gobierno,
es casi irrelevante sin la oposición. La atmósfera polarizante que predomina
en las relaciones Gobierno-oposición, con tendencias hacia un peligroso
sectarismo, ensombrece el panorama electoral. Las democracias requieren
consensos mínimos sobre los procedimientos de selección de sus gobernantes:
blindar las elecciones tendría que ser una tarea acordada entre Gobierno y
oposición. Y cualquier marco legal que se discuta debería ser objeto central
del debate público.
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