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Crónica de un fiasco

Mientras en Japón el Ministro de Agricultura se suicida para no enfrentar un lío de corrupción, en Colombia las tierras para los desplazados se entregan a paramilitares o narcotraficantes con la complicidad de funcionarios oficiales, sin que semejante aberración tenga las graves consecuencias que debería.

A nadie le pasa por la cabeza que nuestro fogoso encargado de esa
cartera pueda ser un corrupto ni mucho menos que pueda recurrir al letal
sentido del honor de su colega Toshikatsu Matsuoka. Pero su argumento de que
en estos cuatro años lo que ha hecho es “sanear y clarificar antes de
profundizar más en la política de entrega de tierras” es por lo menos
discutible. Y no lo libra de responsabilidad.
Una finca en Ansermanuevo (Valle) entregada por el Presidente a campesinos
que luego deben ser reubicados por líos legales. Otra, en Melgar, por la que
se pagaron 1.200 millones de pesos... para reubicar a indígenas de la Sierra
Nevada. Compras de áreas de un páramo en Caldas y de reserva natural en
Santander, y de tierras estériles en Sucre y Cundinamarca para darlas a
campesinos. Predios que acaban en manos de paramilitares. Víctimas de la
violencia ‘premiadas’ con tierras de extinción de dominio en líos jurídicos.
La lista de los casos es tan escandalosa, que por el Instituto Colombiano de
Tierras, responsable de estas transacciones, han pasado tres gerentes en
cuatro años y han sido despedidos un subgerente y 16 gerentes regionales.
Solo un tercio de las 15.000 familias que debían recibir tierra la
consiguieron, y de las 150.000 hectáreas que debían repartirse del 2003 al
2006, apenas algo más de la mitad lo fueron. No pocas con líos como los
descritos, o que fueron a parar a manos indebidas, gracias a maniobras de
algunos funcionarios del Incoder. Para no hablar de que su gerente actual
tiene 2.300 hectáreas de su familia en el Cesar en disputa con una
multinacional exportadora de carbón.
El instituto es un caso patético de la política de reducción del Estado. Fue
creado en el 2003, por fusión del Incora y tres instituciones. El trabajo
que hacían 4.000 personas hoy lo hacen 800. Pero la corrupción no disminuyó:
quedó intacta. El ministro Andrés Felipe Arias alega que pasó estos cuatro
años ‘limpiándola’. Y que ahora sí se verán resultados. No deja de ser
tardío para un gobierno que va en su segundo periodo. ¿Ya es hora de hacer
la tarea? ¿Y si el Ministro no hubiera tenido sino cuatro años?
Hace mucho está claro que Colombia dispone de un arma más efectiva que
batallones enteros del Ejército para enfrentar el conflicto armado: la
tierra. Repartir a víctimas de la violencia las miles de hectáreas
decomisadas a narcos y ‘paras’ mata dos pájaros de un tiro: alivia la
situación de cientos de miles de desplazados y, al menos en parte, mejora la
desigual distribución de la tierra. El Incoder es el más claro y triste
ejemplo de por qué no se avanza en este objetivo estratégico.
Ahora se promete que, con la limpieza en el Incoder y la próxima aprobación
de la Ley de Desarrollo Rural en el Congreso, el sistema de oferta de
tierras será transparente y eficaz. Críticos del proyecto sostienen que
algunos artículos podrían favorecer la legalización de tierras mal habidas o
la entrega de subsidios a terratenientes. El Gobierno lo niega.
Más allá de quién tenga la razón, es dudoso que la aprobación de una nueva
ley logre cambiar un estado de cosas que, a simple vista, es quizá uno de
los fiascos más significativos de este Gobierno. Porque tiene que ver con la
esencia misma de una política de seguridad democrática. Por algo mucho menos
grave, el sentido del honor dejó a Japón sin ministro. Sin que esto se
preste a malas interpretaciones.
Los escandalosos líos en el Incoder y el lamentable balance de entrega de
tierra a desplazados: punto negro en el Gobierno.
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