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Creadores del abismo

Quienes causan el desastre son también quienes prometen siempre que lo van a resolver.

La característica esencial del Estado español en América, el ‘Estado colonial’, por llamarlo de una forma inevitable pero quizás también imprecisa, era la distancia, la lejanía, la certeza de que estaba allá cruzando el mar y se extraviaba y se diluía en un complejo y tupido aparato de leyes, símbolos, dogmas y teorías que en muchos casos, en casi todos, nada tenían que ver con la realidad ni con la vida.
Hay un cuento bellísimo de Francisco Ayala que es sobre eso: se llama El hechizado y en él asistimos a las peripecias y miserias de un peruano que llega en 1679 a la corte de Carlos II de España. Está allí para reclamar unos viejos honores que le deben, pero la vida se le va de ventanilla en ventanilla, de sello en sello, de turno en turno: un laberinto del que nunca sale y en el que nunca logra nada; Kafka en el siglo XVII.
Y sin embargo así era: la corona española (por inconcebible que suene hoy) era un modelo de buenas intenciones, sus leyes tenían casi siempre el propósito de defender al débil. Sobre todo en ‘Las Indias’, en América, donde el Rey había asumido la misión de llevar el Evangelio, la ‘civilización’. Y eran tan ingenuas esas leyes que hasta el día de hoy muchos las consideran el antecedente de los derechos humanos, nada menos.
Pero una cosa era la que decía el papel, y otra muy distinta la que imponían el azar, la realidad, el trópico voraz, la codicia, la vida que corre como agua por entre unas manos que la quieren empuñar. Y más cuando la empresa americana la hicieron en una buena proporción hidalgos y segundones: arrogantes y acomplejados herederos de un mundo –allá– en el que no eran casi nada, por eso vinieron.
Esa era, esa fue la gran lucha política durante la conquista y la ‘colonización’ españolas de América: el enfrentamiento de la corona con quienes ejercían el poder en su nombre y adulteraban sus propósitos y la suplantaban y engendraban unas formas de dominación que nada tenían que ver con lo que decía la ley. El Estado como una pura abstracción, como un fantasma, en manos de una casta de usurpadores.
El Estado como un botín y un privilegio de quienes lo encarnaban en la vida real, sin frenos de ningún tipo. El dominio territorial, el dominio burocrático, la insolencia frente a la ley, la vanidad, el clientelismo, el ejercicio del poder como si fuera siempre un favor y una merced y un beneficio particulares hacia el pueblo, el envilecimiento de la sociedad que se volvía beneficiaria y limosnera: esos eran los rasgos del orden colonial.
Lo curioso es que la Independencia no sirvió para desmontar ese orden sino para perpetuarlo, pues muchos de quienes la hicieron (basta ver la nómina) eran sus principales herederos: el patriciado criollo obsesionado con la blancura y el poder; próceres y caudillos que cargaban a cuestas, como la sociedad toda, con los mismos prejuicios y las mismas injusticias del pasado, ahora con el empaque engañoso de la República.
Por eso aquí suele haber un abismo tan grande entre los discursos y las evidencias; por eso aquí las reformas las hacen –y las hunden cuando son buenas, o las pervierten– quienes deberían ser sus principales damnificados. El gatopardismo en su versión más cínica: quienes causan el desastre, sus culpables históricos, son también quienes prometen siempre que lo van a resolver, como si de verdad nos fueran a salvar de ellos mismos.
Todo esto fue lo que explicó de manera magistral en un libro, hace años, Fernando Guillén Martínez. Ese libro acaba de ser reeditado por Ariel y nadie debería quedarse sin leerlo, se llama 'Estructura histórica, social y política de Colombia'.
Un libro profético hacia el pasado y el futuro, quizás por eso nunca nadie le hizo caso.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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