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Paz armada

Las Farc creen que mejor se quedan con sus armas aceitadas mientras pasa el plebiscito.

MAURICIO VARGAS
El presidente Juan Manuel Santos anda angustiado. Y no es para menos. Cuando él y su gobierno daban por descontado que esta Semana Santa iban a presentar avances significativos en el último punto de la agenda de negociación de La Habana –no el acuerdo definitivo, pero al menos algo que se le acercara–, sus delegados en Cuba han dejado en claro que subsisten “diferencias de fondo”.
Lo grave no es que el plazo del 23 de marzo, establecido hace seis meses para concluir las negociaciones, haya sido incumplido. Desde septiembre del 2012, cuando Santos anunció el inicio formal de las negociaciones y dijo que estas serían de “meses y no de años”, hasta el 2013, el 2014 y el 2015, cuando sostuvo, una y otra vez, que ese año quedaría listo el acuerdo, la costumbre ha sido incumplir los plazos.
El problema es otro: a medida que pasa el tiempo sin que la mesa alcance el acuerdo definitivo, la credibilidad del proceso se evapora mientras aumenta la resistencia de los colombianos a aceptar tanta generosidad con los comandantes de las Farc, que no pagarán cárcel efectiva por ninguno de sus crímenes atroces y que podrán, a pesar de su responsabilidad en delitos de lesa humanidad, hacerse elegir alcaldes, congresistas y hasta presidentes.
Las diferencias en la mesa no son de poca monta. Mientras el Gobierno quiere que en el proceso hacia su desmovilización la tropa y los comandantes de las Farc se concentren por unos pocos meses en unas pocas zonas, no muy extensas y en todo caso alejadas de centros urbanos, la guerrilla demanda mucha más flexibilidad: zonas amplias, cercanas a centros urbanos y a sus regiones tradicionales, donde ellos pueden comenzar a hacer proselitismo político, en un proceso que puede durar un año o año y medio.
Como la concentración es un paso previo al abandono definitivo de las armas, las Farc estarían haciendo proselitismo armado en esas zonas por un largo período, de modo que sus fusiles y no sus propuestas serían la clave con la que harían política. La población civil de esas zonas se llenaría de explicable temor y esas tensiones serían el caldo de cultivo para el renacer del paramilitarismo y para que, como ocurrió en los años 80 cuando las Farc se pusieron a hacer política sin dejar las armas, se desatara la misma guerra sucia que acabó con la vida de cientos de dirigentes de la Unión Patriótica.
Si la delegación gubernamental en La Habana aceptara esas condiciones, estaría firmando la sentencia de muerte del proceso. La multiplicación por todo el país y durante más de un año de escenas como las vistas en Conejo, La Guajira, en febrero, marcarían la elevación de las tensiones a niveles explosivos de modo que la concentración de tropas de las Farc no sería el paso previo a su desmovilización definitiva, sino el preludio del reinicio de la guerra.
¿Por qué no lo entienden las Farc? Quizás porque, tras 32 años de interrumpidas negociaciones con diferentes gobiernos, siempre han estado acostumbradas a sacar en la mesa más ventaja de la debida. O quizás todo no sea más que una excusa porque aún no están listas para dar el paso definitivo y dejar de existir como grupo armado.
La explicación para sus dudas puede ser el plebiscito en el que en mala hora se metió, sin que nadie se lo hubiese pedido, el presidente Santos. Es muy probable que ‘Timochenko’ y sus compinches piensen que mejor se quedan con sus armas limpias y bien aceitadas mientras el plebiscito ocurre, por si acaso el Gobierno lo pierde –la bajísima popularidad del Presidente podría llevar a eso– y ese resultado le quita todo el oxígeno político al proceso de La Habana. La Corte Constitucional, que estudia la validez de la ley que convoca el plebiscito, le haría un favor a la mesa de negociación, y al país, si se decide a tumbar ese engendro.
MAURICIO VARGAS
MAURICIO VARGAS
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