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¿Y si en vez de estorbar ayudan?

Pareciera que la consigna es 'si no hay un trancón, fabrícalo'.

A lo largo de la vida uno se tropieza en todas partes con personas, grupos e instituciones que se sienten más cómodas siendo parte de los problemas que de las soluciones. Desde la infancia hubo alguna familia que saboteaba el paseo escolar porque no le gustaba el color del bus en que nos iban a llevar. Después, en la universidad, en el trabajo siempre hubo alguien decidido a que las cosas fáciles deben hacerse de la manera más complicada posible. En esta lógica, el Estado es campeón. Por esto se vuelve una pesadilla pagar impuestos, actualizar la licencia de conducción, trabajar en la legalidad o circular por las calles.
Tal vez sea la explicación más profunda del comportamiento colectivo de ciertos grupos políticos incapaces de aceptar cualquier cosa, así sea la ley de la gravedad, cayendo con frecuencia en excesos ridículos, como llevar a debate en el Congreso una paloma en la solapa de un general.
Pero en Semana Santa no toca hablar de política, entre otras cosas porque la Divina Providencia hace que a estos ilustres congresistas, fiscales, procuradores o magistrados de todos los colores solo los tropecemos en persona muy de vez en cuando. En general, prefieren los medios de comunicación y las redes sociales para fastidiarnos.
Hay, en cambio, unos diligentes funcionarios que cada día nos hacen la vida imposible por culpa de alguien que, detrás de ellos, controla su voluntad y les impide el uso de cualquier neurona disponible. Son plantados de manera estratégica en los puntos más convulsionados y a las horas más sensibles, para que estorben tanto como sea posible la movilidad de una ciudad ya bastante paralizada.
Estos verdes agentes de tránsito son capaces de crear el caos en los primeros cinco o diez minutos de su aparición. Es un asunto metódico diario que parece hecho para verificar el número de días necesario para embrutecer o enloquecer a grandes grupos de población que deben padecer impotentes la mecánica de cambiar de sitio los trancones.
Una de las zonas elegidas para el macabro experimento es la avenida Suba entre las calles 100 y 134, con complementos redundantes en la avenida Boyacá. La idea es que desde muy temprano, cuando la gente va a trabajar, y luego cuando regresa, solo funcione el sentido norte-sur. Para esto no se sincronizan los semáforos, no se impide que los bárbaros hagan maniobras indebidas, los desesperados se ubiquen en tercera y hasta cuarta fila para hacer un cruce o que los buses usen los carriles que les corresponden. Es más fácil fastidiar hasta la náusea a quienes van en dirección oriente-occidente. Falta un letrero que diga ‘Bogotá: primera ciudad del mundo sin oriente y occidente’, como hubiera dicho Petro, en cuya administración se fortaleció la iniciativa.
Es absurdo que muchas personas que hacen larguísimas rutas de transporte público y transporte escolar tengan que gastar más de veinte minutos para recorrer cuatrocientos o quinientos metros, que es la distancia que los separa de ese obstáculo que se convierte en una especie de cañón del Colorado, con sus policías estorbando el semáforo en vez de ayudar a que se respete. Esto, para no hablar de los trancones adicionales que se generan en todas las vías menores que alimentan estas precarias arterias perpendiculares a la privilegiada, donde hay hospitales, colegios y jardines infantiles.
Pareciera que la consigna es ‘si no hay un trancón, fabrícalo’, pero como no se le tiene confianza al agente en su capacidad e iniciativa para estorbar, alguien desde la sombra planifica su estupidez cotidiana. El día del paro de taxis, cuando se llevaron todos los policías para otro lado, así como el día del paro nacional, el paso de la Suba parecía en día de fiesta. Lo fácil es hacer respetar los semáforos y no impedir que funcionen, por si no se les ha ocurrido.
FRANCISCO CAJIAO
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