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Buda, el príncipe que se libró de apegos y ataduras

"A los que quieran escucharlo les dirá: 'Por pequeño que sea un apego, te mantiene atado'".

MARIO MENDOZA
Dos noches fueron las definitivas en la vida del príncipe Siddharta Gautama, quien luego la posteridad llamaría el Buda, el iluminado, el resplandeciente, el despierto. Durante toda su niñez y su juventud, el príncipe vivió en el palacio de su padre, se dedicó al gozo alejado de todo sufrimiento, a la dicha, al placer de los sentidos y al aprendizaje de las antiguas tradiciones. El rey, temiendo una profecía que decía que su hijo podía llegar a ser un gran líder religioso, lo alejó de la realidad externa, del mundo de los hombres, y le brindó un paraíso artificial dentro del palacio, donde no le faltó nada, donde nada lo entristeció jamás.
No es difícil imaginar al joven Siddharta feliz, sonriente, atlético, caminando por los corredores del palacio, por los jardines, disfrutando de manjares y baños aromáticos. Luego, llegaría el deseo, la fuerza de la carne, el sexo. Seguramente tuvo para sí a las mujeres más bellas del reino, que estarían felices de compartir la cama del príncipe las veces que él así lo solicitara. Pero la piel es tramposa, construye celadas, crea cercos, asfixia. Siddharta debió refinar sus sentidos día tras día, debió entrenar su cuerpo en todas las técnicas amatorias posibles, debió despertar miles de madrugadas entre pieles acaneladas, entre cabelleras exuberantes, entre sonrisas femeninas perfectas y deslumbrantes. Al principio quizás le pareció un juego, un deporte sensorial, una gimnasia para mantenerse en forma y con el ánimo entusiasta. Luego es fácil imaginarlo satisfecho, saciado, pleno hasta el hastío, ahogado en el exceso de placer, mirando por la ventana del palacio en busca de algo más que estaba allá, detrás de esos muros imponentes y magníficos. Porque la carne esconde detrás de su magnificencia una fatiga que acorrala y que quita el aliento.
Entonces llegó el amor, la obsesión por una sola mujer, el sueño de una dicha más plena y completa. El joven príncipe se casó, se entregó a la rutina conyugal, a la costumbre. Se domesticó. Dio un paso más allá y dejó a su amada embarazada. Tuvo un hijo y conoció la alegría de la paternidad, esa especie de tierna embriaguez que emociona al padre hasta el llanto cuando tiene a su hijo bebé entre los brazos. Tal vez por esta época de comodidad casera el antes esbelto príncipe se convirtió en un aristócrata barrigón, perezoso y complaciente consigo mismo.
Y entonces llega la primera noche magnífica, esa que partiría su vida en dos de un modo irremediable: se acercó a una de las innumerables ventanas del palacio y depositó su mirada otra vez allá, al otro lado de las murallas, al otro lado de esas enormes paredes que ahora le parecieron las rejas de una prisión. Y decidió salir, decidió cruzar ese útero que era el reino familiar, decidió nacer. Benditas sean todas aquellas noches en que los hombres deciden ir más allá de los límites establecidos.
Y Siddharta da la orden de que le abran las puertas de la fortaleza que rodea el palacio y sale al encuentro con los otros. El golpe es brutal, demoledor. Ni los placeres conocidos, ni el amor conyugal, ni la poderosa empatía que siente por su hijo se comparan con ese dolor que le atraviesa el cuerpo y la psique cuando conoce la pobreza, la necesidad, la escasez, la ceguera, la parálisis, la lepra, la vejez, la muerte.
Siddharta no volverá nunca más a ser el príncipe feliz, el privilegiado, el sibarita. Decide abandonarlo todo: el palacio, a su esposa, a su hijo, a su padre. Tiene 29 años y ya sabe que al otro lado de la autosatisfacción hay algo más: los otros. A la mañana siguiente se rapará la cabeza y cruzará la fortaleza arropado únicamente con la túnica amarilla de los mendicantes. Conmovido por la fuerza de los humildes, dirá entonces con la voz apagada:
-No es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita.
Durante varios años, Siddharta buscará afanosamente cómo escapar de los apegos. Será un asceta, un santón, un melenudo y barbado que recorre los caminos en busca de esa fuerza que lo saque de sí mismo, que lo lleve más allá del cuerpo y de una psique engañosa, falible, atrapada en la ilusión. ¿No hemos sentido todos, acaso, el cansancio de ser nosotros mismos, la extrema fatiga de permanecer en la misma persona, de tener siempre el mismo rostro, la misma voz, los mismos gestos? El ahora príncipe mendigo, Siddharta el Menesteroso, se sentará durante horas en posición de meditación a la espera de esa liberación. Y así pasará varios años entre ascetas y maestros espirituales buscando esa zona de indeterminación que lo atraviesa y lo supera. A los que quieran escucharlo les dirá:
-Por pequeño que sea un apego, te mantiene atado.
Un día, cuando ya se encuentra muy débil, somnoliento, ido, escucha a un maestro de cítara decirle a su estudiante que debe tener cuidado con las cuerdas del instrumento, porque si están muy flojas no suenan, y si están muy tensas se rompen y todo se echa a perder. Para que aparezca la música, para que el instrumento alcance su plenitud, la cuerda debe estar templada en su punto. Siddharta se da cuenta de que el exceso de ascetismo es similar al exceso de placer: los extremos se parecen, se rozan, se reflejan el uno al otro. Hundirse en la vida es similar a negarla: en ambos costados está uno atrapado en aquello que afirma o que niega, depende de, está sujeto a, permanece encarcelado.
Y viene la segunda noche extraordinaria de Siddharta. Decide sentarse debajo de un árbol sagrado y quedarse allí inmóvil hasta hallar la respuesta. Morir no lo preocupa. Es una ilusión más. Pasan los días y las noches, hace sol, llueve, la gente va y viene, y él permanece quieto debajo de las ramas, ahondando, atravesando, cruzando las barreras más recónditas de ese hombre que se llama Siddharta Gautama. Bienaventurados todos aquellos que van más allá de sí mismos.
El hambriento y sediento Siddharta intuye una verdad revelada y por fin despierta, se ilumina, escapa a la rueda de la vida y la muerte, halla el camino del medio, se convierte en el Buda. Ni afirmar ni negar, ni aferrarse ni escapar, ni el placer excesivo ni el ascetismo, ni el hambre ni la saciedad, ni identificarse consigo mismo ni huir de sí mismo. La vía del medio.
Despertar es un estado súbito, es algo que se intuye, es una epifanía que no se logra mediante inducciones, ni largos estudios, ni complicadas teorías. Es un instante privilegiado, en el que el aprendiz capta el vacío de todo, incluso de sí mismo. Piensa, sí, está atravesado por sensaciones, sí, oye, siente frío, recuerda, suspira, desea, pero no niega ni se identifica con esos pensamientos, con esas sensaciones, con esos recuerdos, con esos deseos.
Si no hay apego, no hay sufrimiento; si se acepta la impermanencia, todo se percibe como movimiento y transformación, todo es tránsito, caducidad, finitud y metamorfosis. Es así como el príncipe Siddharta, después el mendigo Siddharta y finalmente el asceta Siddharta se convirtió en el Buda. Tenía entonces 35 años y dedicó el resto de su vida a enseñar que toda vida es insatisfactoria, y que el origen de esa insatisfacción es el anhelo, la ilusión, el apego. Por lo tanto, la desactivación del sufrimiento está en no aferrarse, en disfrutar la música de la existencia sin soltar ni templar la cuerda en exceso. En repetidas ocasiones les dijo a sus discípulos:
-El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional.
Después de las tribulaciones del sabio príncipe Siddharta, muchos otros han sido Budas también. Él fue el primero, el que mostró el camino, pero no el único. Desde entonces, a lo largo de los siglos, varios otros buscadores, sentados en posición de meditación, han hallado la budeidad, el despertar. Bella búsqueda y muy noble destino, quizás el más excelso de todos.
Sobre Mario Mendoza
Mario Mendoza
Especial para EL TIEMPO
MARIO MENDOZA
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